La película sin cabeza
La chica de la capa roja (Red Riding Hood, 2011) no es otra cosa que la fiel y sumisa reproducción de la lectura universal que ha tenido Caperucita Roja, cruzada con el fenómeno pop de Crepúsculo (Twilight, 2008) para potenciar su venta al público más joven, de cuyo bastión importa un triángulo amoroso, un pueblito embrujado, bosques nevados, lobos computarizados y hasta la misma directora, Catherine Hardwicke.
El relato sigue a Valerie (Amanda Seyfried, la muñeca de porcelana de Hollywood), que ama al leñador Peter pero no al herrero Henry, con quien está forzosamente comprometida. La huida de Valerie y Peter se ve obstaculizada por ataques lupinos, que sumen al pueblo en terror y cercan la entrada de un chiste anacrónico, un cura/inquisidor/paladín/cazador de hombres lobo interpretado por Gary Oldman.
El carácter Freudiano de los cuentos de hadas ya había sido analizado en Charles Perrault y los hemanos Grimm, y llevado al cine con En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), que tomaba el relato de Caperucita Roja como una alegoría del despertar sexual y lo conciliaba con la licantropía. La figura del lobo reemplaza la manzana cristiana y tienta a la virgen con promesas de libertad (literal, pero también sexualmente retórica) y engulle el icono de conservación que es la familia: su abuela.
La contextualización cristiana de la película ancla el hipotético mundo de Caperucita Roja en una dimensión histórica/real, con lo que los varios anacronismos y errores que la decoran no pueden ser excusados a través de la lógica de lo maravilloso. Dentro de este innecesario marco histórico, la película retoma el camino de Corazón de caballero (A Knight’s Tale, 2001) y da la versión poco educada (o adolescente, o pop) de la Edad Media: fiestas rave con música tecno y cacerías montadas con riffs metaleros, cabello parafinado para los chicos, melena hippiesca para las chicas y rastas para la abuelita de los ojos tan grandes. Cualquier intento de seriedad se ve socavado por el próximo peinado en escena.
Según el tráiler (de esto no nos enteraremos en la película) el relato transcurre “alrededor de 1300s”. América no ha sido colonizada aún (quizás ni siquiera descubierta), pero los habitantes de esta supuesta Edad Media hablan todos en inglés norteamericano y los púberes parecen importados de alguna escuelita perdida en Memphis, Tennessee. Huelga decir que un importantísimo giro narrativo ocurre cuando Valerie descubre a Peter bailando al son del tecno con la (¿porrista?) del pueblo. Ya lo dijo Roger Ebert – esta película tiene todo el ridículo, todo el absurdo, todo el sinsentido necesario para convertirse en la próxima comedia de los Monty Python.
Así como se presenta, balanceada en la medianera entre el cómic y el kitsch, esta moderna “reinterpretación” de Caperucita Roja es puramente estética, y en todo caso, de una estética de mal gusto, masticada demasiadas veces para sentirla como otra cosa que un producto de consumo dentro de una larga e inagotable cadena de montaje especializada en reciclar triángulos amorosos entre apuestos y sombríos jovencitos que dotan cada aliento y cada mirada de sexo. La espina dorsal del relato está directamente calcada de Crepúsculo, y la superioridad comparativa de esta película hace sombra a cualquier intento de originalidad dentro del “nuevo” film de Hardwicke.