Sombras de una islita sueca
El primer episodio made in USA de la trilogía Millennium tiene aciertos y fallas. Hay fidelidad al original y una resistencia a caer en tentaciones hollywoodenses, pero no llega a transmitir el malestar que campeaba en el libro y la versión sueca.
Suena perfectamente lógico que Columbia Pictures haya puesto en manos de David Fincher La chica del dragón tatuado, primera de las novelas de la trilogía Millennium, que a mediados de la década pasada devino gigantesco best seller global. El realizador de películas como Se7en, El club de la pelea y Zodíaco aparecía como opción de cajón, a la hora de lidiar con el material pergeñado por el sueco Stieg Larsson. A su asesino serial de inspiración bíblica, que parece salido de la mismísima Se7en, la novela que en lengua española se conoció como Los hombres que no amaban a las mujeres –nombre que también tuvo la versión que el cine sueco filmó tres años atrás– le suma abuso infantil, maltrato, malestar, disfuncionalidades familiares y violencia sexual. A partir de un guión del primus inter pares Steven Zaillian (autor de los de La lista de Schindler, la primera Misión: Imposible y El juego de la fortuna, actualmente en cartel) y en un marco de fidelidad al original, La chica del dragón tatuado ofrece pérdidas y ganancias en su tratamiento del material.
La primera muestra de fidelidad consiste en no haber trasladado la acción de Suecia a Estados Unidos. Maniobra peligrosa, teniendo en cuenta el inveterado localismo del público estadounidense. Tras perder un juicio por calumnias a manos de un tipo poderoso, el periodista de investigación Mikael Blomkvist (Daniel Craig) acude al llamado de Henrik Vanger, líder de una megacorporación industrial “cuyo destino está atado al de Suecia toda” (Christopher Plummer). Vanger solicita a Blomkvist investigar qué sucedió cuarenta años atrás, cuando su sobrina Harriet desapareció para siempre. Antes de contratar a Blomkvist, Vanger encargó a una empresa de seguridad una investigación completa sobre él. La tarea recayó en la más brillante hacker de Estocolmo, Lisbeth Salander (Rooney Mara). “Es distinta en todo”, dice alguien, precediendo su primera aparición. Pálida y freakona, de cresta negra y con el rostro (no sólo el rostro, se verá más adelante) tachonado de piercings, la esquiva, reactiva Lisbeth no devuelve saludos ni mira a los ojos.
De allí en más, el relato sigue a ambos protagonistas en paralelo, concentrándose por un lado en la investigación de Blomkvist (con la entera familia Vanger desfilando ante él como sospechosos, en una suerte de Agatha Christie nórdico y dark) y por otro en la cotidianidad de Lisbeth, signada por la reclusividad, el hackeo obsesivo y una herencia familiar que se adivina pesada (para resolver la adivinanza habrá que esperar a La chica que jugaba con fuego, segunda entrega de la saga, anunciada para 2014). Una violación a cargo del más repulsivo de los machos, y la posterior venganza –casi igual de despiadada, aunque obviamente más justificada– explican por qué le brillan los ojos a Lisbeth, cuando Blomkvist le ofrece unirse a él en la persecución de un asesino de mujeres. El encuentro entre ambos tiene lugar casi a la hora y media de proyección: otra arriesgada decisión de Fincher y Zaillian, que desafía la televisiva impaciencia del espectador medio contemporáneo. Un acierto, haber hecho crecer el personaje de la hija de Blomkvist: su condición adolescente permite establecer inquietantes comparaciones con Lisbeth; la condición de católica da pie a relacionarla con la desaparecida Harriet.
El realizador de Benjamin Button imprime al relato un tratamiento visual decididamente dark, con ambientes tan turbios y un cromatismo tan musgoso como el de Se7en. Tal como viene haciendo desde Zodíaco en adelante, se anima a reemplazar la tradicional alternancia del cine hollywoodense entre tiempos fuertes y débiles por un continuo narrativo al que parecen habérsele limado las aristas dramáticas. Por malsanos que sean, hasta los que deberían ser picos de tensión están como asordinados, eventualmente desdramatizados. Esto es constatable incluso en la escena de la violación (y su reverso matemático, la de la venganza), pero sobre todo en el flashback que resuelve el misterio y la muy charlada sesión de tortura a la que el asesino somete al héroe. En una inversión infrecuente, lo que la dramaturgia atenúa el sonido tiende a intensificar. Se recomienda prestar atención a los inquietantes burbujeos sonoros diseñados por Trent Reznor, autor de la música, como también al sonido aumentado de una aspiradora o la reverberación de un instrumento de tatuaje eléctrico. Varios fundidos de montaje, tan precisos como elegantes, ratifican la reconocida fineza del realizador.
Pero algo falta, y no es secundario. Por más que esa isla remota lleve a pensar en un infierno helado y desolado, sólo habitado por los cuasi bergmanianos pecados de los Vanger, no llega a transmitirse la fuerte sensación de malestar –físico y metafísico– que permitía a la novela trascender la mera mecánica policial. La elección del elenco no ayuda. Como si no pudiera sacarse a James Bond de encima, Daniel Craig parece siempre a punto de pedir un Martini seco, en contra de la incerteza y vulnerabilidad que el personaje pide. En el caso de Rooney Mara, basta compararla con Noomi Rapace –la Lisbeth de la versión sueca– para advertir las diferencias de dureza, intensidad y tortura interna.