Podríamos pretender -corriendo el riesgo de pecar de ambiciosos- que esta reseña no sea sólo sobre la versión norteamericana de la primera parte de la trilogía Millenium, sino también un repaso por las novelas, las tres películas suecas y los fenómenos del mercado y las industrias culturales.
De un tiempo a esta parte, Hollywood pareciera haber secado su océano de ideas. Esa planicie árida y resquebrajada se nutre entonces, ya no de guiones importados sino directamente de otras películas que no sólo garantizan el éxito sino que ofrecen la teórica facilidad inherente a un mapa de viaje.
“La Chica del Dragón Tatuado” no es sino una muestra más de esta tendencia. Tras el excelente trabajo realizado por el director danés Niels Arden Oplev en la adaptación de la primera novela de Stieg Larsson -luego del fenómeno mundial generado por la publicación del libro- la industria norteamericana no demoró en activar los resortes necesarios para poner en marcha una remake “hecha en casa”.
El doppelganger fue activado y el elegido para su creación fue David Fincher. Director mimado en tierras del norte, con laureados antecedentes (el más reciente, la oportuna “Red Social”) e interesantes propuestas. Junto a él, aterrizaron Daniel Craig y una casi ignota Rooney Mara sobre quien los ojos se posaron con particular interés, ya que sería la encargada de interpretar a uno de los personajes más interesantes creados por la literatura contemporánea: la sociópata Lisbeth Salander. Una hacker e investigadora de turbio pasado, con problemas de conducta sólo superados por una inteligencia nacida en el seno de Asperger y un look gótico perturbador. Una dama que rompe el molde, echando por tierra los rasgos identitarios de la femineidad occidental y erigiéndose en una suerte de icono contracultural contemporáneo.
Sin embargo, el producto Hollywood propone una Lisbeth Salander edulcorada que se encuentra a años luz de la interpretada por Noomi Rapace en la versión sueca. Si bien esta propuesta sigue obediente los rasgos fundamentales del personaje, a lo largo de la película vemos como languidece hasta llegar al patetismo. La cabeza norteamericana no admite todo eso que la versión original se atrevió a poner en la pantalla y que representa lo dicho, un quiebre con la visión occidental de lo femenino. Así, la Lisbeth de Rooney Mara se toma licencias de minita que le quitan fuerza al personaje y por propiedad transitiva, al desarrollo de la historia.
Sobre el resto de la película es difícil tener algún tipo de reparo. Como era previsible, la dirección de Fincher es excelente, el rodaje en locación es algo que el director ha demostrado de sobra que conoce a la perfección por lo que la progresión narrativa hace al relato ameno e intenso, aunque con mucha menos fuerza que su original. Daniel Craig se muestra correcto en un papel sin demasiadas exigencias y ese clima opresivo que corta transversalmente la historia, aunque atenuado, dice presente.
Y si bien las comparaciones son odiosas, en este caso parece necesaria. El afán expansionista de Hollywood (industria a la que no delezno y que consumo ávidamente) ha comenzado a mostrar sus fisuras más obvias.
La producción, creación y comercialización de películas destinadas a reventar boleterías y mantener al tope sus arcas ya no alcanza. Se busca más y esa voracidad es saciada a través de la recreación. Allí pareciera estar una nueva clave del éxito. Lo que la crítica aclama, si no tiene la bandera yankee, es nacionalizado de inmediato. Como un jugador ignorado en su país y ovacionado en una liga desconocida que es convocado para jugar en la selección de un terruño cuyo idioma nunca aprendió. Ha pasado con “Let The Right One In” y con “Infernal Affairs”. Y seguirá ocurriendo, el mercado manda. Nada más importa.
Mientras tanto el poder de la industria yankee propone una particular ironía. Su alcance, hará que sus versiones sean las que terminen por imponerse ante el grueso del público (“The Departed” ganó el Oscar a mejor película, su original asiática, apenas es conocida). No obstante, sería interesante poner el acento en consumir también las historias originales, que al no encontrarse bajo el ala protectora estadounidense requieren un circuito alternativo para darse a conocer globalmente. Y ese circuito de distribución es sin duda Internet, lugar al que se podía acceder a películas que jamás llegarán ni al cine ni al sitio de alquiler de nuestro barrio, pero que ahora encuentran un oportuno cepo en la ley SOPA, curiosamente, impulsada por los Estados Unidos con el objetivo de “salvaguardar los derechos de autor”. Un subterfugio tan divertido como el de defender los derechos civiles y las libertades individuales de los ciudadanos libios, afganos o iraquíes con una simpática invasión.