Por un lado, está muy bien Emily Blunt, cuya mujer divorciada con problemas serios (más serios de los que podría parecer en principio) nos conduce por este mundo que es al mismo tiempo el de los deseos de una clase media suburbana y la fantasía -el miedo- sobre la violencia familiar. Pero lo que importa -o lo que importaría- es que esos temas se combinen en una trama de suspenso efectiva, que realmente sufriéramos la doble tentación de saber y no querer saber que implica a la protagonista. Hay un misterio, por supuesto (¿qué pasó esa noche y por qué las cosas, al despertar, parecen tan horribles?) pero si bien la película apuesta por momentos interesantes, en cierto punto comienza a ceder a una mecánica previsible hasta en sus sorpresas. El tema se diluye en la construcción de flashbacks y golpes de efecto, que imaginamos que veremos más tarde o más temprano. Así, salvo por la actuación de su protagonista -que es una actriz cabal y cada vez mejor, aunque también cada vez más artificialmente “sufrida”-, no hay mucho más para ver.