El imperativo categórico.
La estupenda película de los Dardenne plantea el conflicto de una médica que necesita saber la identidad de una inmigrante africana que muere frente a su consultorio. “No puedo aceptar la idea de que a esa chica la entierren sin un nombre, nadie sabrá que está allí”, dice.
Adèle Haenel es la extraordinaria protagonista.
Adèle Haenel es la extraordinaria protagonista.
No pasaron quince minutos de película y los hermanos Dardenne, con una capacidad de síntesis inusual en el cine contemporáneo (y que por eso mismo recuerda, de manera tangencial, a la que practicaban los estudios Warner Bros. en los años ‘30 y ‘40) ya plantearon casi todo lo esencial de su nueva, estupenda película, La chica sin nombre. En ese comienzo sabemos cómo es el carácter de la joven doctora Jenny Davin: la seguridad y el sereno profesionalismo con el que atiende a sus pacientes; el rigor con el que trata al estudiante avanzado de medicina que tiene a su lado como residente; la enorme exigencia que implica llevar adelante un consultorio de clínica general de obra social. Todo está allí, en ese apretado comienzo, incluso el punto de quiebre que desatará el conflicto dramático del film: ese timbre que suena y que ella decide no atender, porque ya ha pasado más de una hora del horario de cierre de consulta, “y un médico cansado no es capaz de hacer un buen diagnóstico”, según le enseña a su residente. Esa puerta que ella no abre, sin embargo, será la que hará tambalear todas sus certezas.
Recibida con frialdad –incluso por este cronista– durante el último Festival de Cannes, en el que se les reprochó injustamente a los autores de Rosetta hacer siempre un poco el mismo film, La chica sin nombre prueba en una visión más reposada y sin la necesidad del juicio sumario al que obliga la muestra francesa que se trata de una película de una gran solidez, donde no hay reiteración alguna sino coherencia, ética y cinematográfica. El conflicto por el que atraviesa la doctora Davin es a la vez nuevo y el mismo de los protagonistas de La promesa o El hijo, por citar apenas dos títulos de su rica filmografía. Nuevo porque la situación no se parece a ninguna de las de los films anteriores. Y el mismo porque Jenny debe enfrentar no sólo una circunstancia exterior hostil sino también una difícil decisión interior con la determinación habitual de los personajes de los Dardenne.
Ese timbre que no atendió, esa puerta que la doctora Davin no abrió, tuvo consecuencias. La grabación del portero-visor que ella en aquel momento ni siquiera se molestó en mirar y que luego revisa la policía muestra a una muchacha negra, muy probablemente inmigrante africana, que en su muda desesperación parece pedir ayuda. Unos minutos después de haber quedado registrada su imagen, apareció muerta cerca de allí, con signos de violencia. Nadie sabe quién es, de dónde venía ni de quién escapaba. La culpa se apodera de Jenny. Ella, tan segura de sí misma, no puede dejar de cuestionarse. Sin duda, esa chica estaría viva, tan viva como ella, si hubiera atendido su llamada, si hubiera abierto la puerta.
De lo que sigue, conviene contar lo menos posible, no porque los Dardenne trabajen sobre la noción clásica de suspenso (aunque lo que se le ha reprochado al film, además de un final catártico, tiene que ver con la investigación paralela que lleva adelante Jenny) sino porque hace a su desarrollo dramático. Baste con saber que Jenny –la extraordinaria Adèle Haenel, muy conocida en Francia por films que no tuvieron estreno en Argentina– no puede tolerar algo que tiene mucho que ver no sólo con lo que sucede actualmente en Europa sino también con lo que pasó en nuestro país durante la dictadura militar. “No puedo aceptar la idea de que a esa chica la entierren sin un nombre, nadie sabrá que está allí”, dice Jenny, no tanto para los demás como para sí misma. Se diría que el suyo es un imperativo categórico tal como lo planteó Kant: no responde a un mandamiento religioso ni ideológico sino a una necesidad esencialmente humana.
Como médica clínica que es, Jenny trabaja con los cuerpos: los atiende, los escucha, los toca, los cura. Y son los cuerpos los que van guiando, casi sin que ella se dé cuenta, su investigación. Ante el silencio que la rodea, son los cuerpos los que hablan, los que somatizan las culpas, los que expresan lo que las conciencias no se atreven a enunciar, a poner en voz alta. Los síntomas son varios pero esos dolores individuales parecen expresar a su vez un dolor más extendido en un cuerpo mayor, en el tejido social.
En Lieja, al menos, donde transcurre la película, hay todo tipo de inmigrantes: los integrados, como el oficial de policía que conduce la investigación, de origen magrebí; los proletarios, como la madre de ese chico que llega con convulsiones; los desclasados, como ese muchacho herido que no habla francés y se aparece en el consultorio de la doctora Davin porque en el hospital teme ser denunciado y deportado; y aquellos como la chica a quien Jenny se empeña en devolverle su nombre, su identidad. A esos a quienes ni siquiera se les abre una puerta –de un consultorio, o por caso de Europa– está dedicada esta nueva interpelación que los Dardenne, con un estilo más seco y descarnado que nunca, le hacen a sus espectadores.