Se estrena La chica sin nombre, la última obra de los hermanos Dardenne, que formó parte de la Competencia oficial de la última edición del Festival de Cine de Cannes.
Los hermanos Dardenne tienen un lugar asegurado dentro de la cartelera porteña. Así como Woody Allen, o en su momento, Claude Chabrol, Jean-Pierre y Luc forman parte del reducido circuito de directores que se ganaron a un sector del público porteño que busca un cine más “europeo” e intelectual que las típicas propuestas mainstream -que sin desmerecerlas- apuntan a un público más adolescente, o que simplemente buscan una distracción.
El lenguaje de los Dardenne es directo, crudo y “real”. Su pasado como documentalistas los ha convertido en observadores de los problemas sociales europeos y, más allá del alegato que le aportan a cada uno de sus relatos, casi nunca juzgan el accionar de sus personajes. Los siguen, pero rara vez los condenan.
A diferencia de Ken Loach, que apuesta por una narración un poco más obvia y efectista, el talento de los Dardenne es que parten de la anécdota para narrar algo más grave. La chica sin nombre no es un film de denuncia como podría ser Dos días y una noche (su anterior obra), sino un punto de vista distinto acerca de la situación de refugiados e inmigrantes africanos en Bélgica y Francia.
Los Dardenne nunca trabajan en las grandes ciudades sino en las periferias, donde vive la clase trabajadora y los sectores marginalizados socialmente. Evitan el pintorequismo pictórico, pero no por eso descuidan la estética. Siguen siendo fieles a la cámara en mano y los planos cerrados. No tan cercanos ni con el nervio de Rosetta o El hijo pero en un tono similar. Los planos secuencia se mantienen pero con mayor transparencia que en otras obras.
Esta vez la protagonista absoluta es Jenny Davin -austera pero emotiva interpretación de Adèle Haenel- la doctora de una clínica particular para emergencias. A poco tiempo de haber aceptado un importante puesto dentro de una empresa privada debe enfrentar un hecho extraordinario: a pocas cuadras de la clínica es encontrada muerta una mujer a la que ella no dejó entrar por haber tocado el timbre fuera del horario de atención.
La culpa de Jenny, combinada con la falta de pistas por parte de la policía, la llevan a obsesionarse con el caso. Pero lo que más le quita el sueño no es el crimen per se o descubrir al asesino. Lo que le quita el sueño es no conocer la identidad de la víctima. A partir de ahí comienza su propia investigación que la llevará a terrenos no habituales y circunstancias semiviolentas.
Los Dardenne no pretenden aportar información nueva al “tema” refugiados. Por el contrario, intentan humanizar el hecho y tratar a cada víctima como un caso particular. No un número más si no personas de carne y hueso, con familia, nombre y apellido. La protagonista, desde su perspectiva de clase media trabajadora, representa el ojo del europeo que no es ajeno a la situación que vive el continente pero desconoce los componentes sociales involucrados en cada caso.
Los directores se manejan con sutileza e intentan no apelar al trazo grueso pero no pueden evitar que en el final aflore el sentimentalismo. Aún así la sobriedad y la complejidad de la protagonista, de una honestidad irreprochable, permiten crear una natural empatía con el espectador.
La chica sin nombre amaga en convertirse en un policial clásico -un whodunit- pero cumple con los objetivos ideológicos y la sequedad estética que caracteriza a los directores de El hijo. Las subtramas se van acoplando fluida y coherentemente al conflicto central y las sólidas interpretaciones secundarias -en las que brillan dos actores fetiches como Olivier Gourmet y Jérémie Renier- nunca le hacen sombra a la notable Adèle Haenel.