Un alegato en contra de la crisis española
Retrasado estreno el de La chispa de la vida, producida en 2011 entre Balada triste de trompeta y la más reciente Las brujas. Las razones para la dilación pueden ser muchas, pero lo cierto es que, a diferencia de esas otras dos películas, no hay aquí ninguno de los excesos, en el buen y el mal sentido, que suelen caracterizar al cine del vasco De la Iglesia. De hecho, se trata casi de una pieza de cámara, relegada en gran parte de su metraje a un solo escenario y concentrada en una única línea narrativa dispuesta en “tiempo real”. Al mismo tiempo, es uno de los films más serios en la carrera del director de El día de la bestia y La comunidad. No es que no haya aquí apuntes satíricos ni humor, que los hay y en buenas dosis. Pero en esta historia acerca de un creativo publicitario sin trabajo (en paro, para usar el españolismo correspondiente) y su bizarro accidente, De la Iglesia entrega una de sus películas más circunspectas a la fecha, casi un alegato en contra de los males económicos que acechan a su país y a una parte de Europa. Lo cual, en este caso, no es algo positivo, sino todo lo contrario.
La falta de gracia de todo el asunto se adivina ya en las primeras escenas, cuando Roberto Gómez (José Mota), otrora exitoso publicista caído en desgracia, desayuna junto a su esposa Luisa (Salma Hayek). En el rutinario diálogo que se establece entre ambos, en la perezosa forma en la cual De la Iglesia utiliza el plano y contraplano, en el énfasis en la coyuntura económica que atraviesa España, dispuesta en forma de gruesa alegoría, resulta claro que La chispa de la vida no será un relato de caligrafías sutiles e imaginación. La visita a unos colegas en busca de empleo no será fructífera y el guión lo llevará de Madrid a Cartagena, en busca de algo inasible que nunca podrá recuperar. Pocos minutos después, Roberto estará inmovilizado en una obra en construcción, una parte de su cabeza y cerebro atravesados por un fierro, pero milagrosamente vivo y plenamente consciente. Y su vida a punto de cambiar para siempre.
De allí en más, el film se transforma en un desfile de personajes (familia, amigos, conocidos, periodistas, políticos, médicos, policías y demás), cada cual en su propio juego y bien tratando de sacar el máximo provecho de la situación o de minimizar los costos del accidente. Entre ellos el propio Roberto, quien verá rápidamente la posibilidad de sacar una buena tajada económica de la eventualidad, morbo televisivo mediante. La crítica al circo mediático, obvia y trillada, es de tan baja estofa que bien podría formar parte de un programa de chimentos en el cual se discutiera su propia voracidad. Peor aún es el tono didáctico y perentorio que adopta De la Iglesia, tal vez por primera vez en su carrera, reservando el personaje de Luisa y algún que otro papel secundario como reservorios de ética arquetípicos en un mundo desvencijado en su tejido moral. Si la misantropía desmesurada de los últimos films del realizador puede molestar por su impronta de falsa provocación, el paternalismo condescendiente de La chispa de la vida no hace más que confirmar ciertas sospechas de agotamiento de un ciclo en su filmografía. Tal vez ambas miradas, en principio antitéticas, no sean otra cosa que las dos caras de una misma moneda.