Ética televisiva o dignidad de cine
Con su desenfado habitual, el español Alex de la Iglesia logra en La chispa de la vida uno de los mejores comentarios sobre la crisis, el oportunismo televisivo, y la desesperación. Por ahora, en Rosario se la puede ver en DVD.
Qué afortunado golpe de suerte y de efecto bienvenido poder ver las dos últimas películas del español Alex de la Iglesia como estrenos simultáneos en dvd. Su última producción, Las brujas (2013), tuvo estreno comercial -así como una lista enorme de Premios Goya pero, así las cosas, sólo una semana de exhibición en las salas de la ciudad. Mientras que La chispa de la vida (2011), si bien con estreno en Buenos Aires el pasado diciembre, no tuvo oportunidad alguna en Rosario. Paradojas, dada la reciente visita fílmica del realizador a la ciudad, con el encargo del documental sobre el futbolista Lionel Messi bajo el brazo.
La chispa de la vida tiene a su director en la mejor forma posible; esto es, pleno de ironía, desborde, ingenio y tinte malicioso. Más aún cuando se trata de hacer foco en el mundo del periodismo, de los medios, de la publicidad; ámbitos donde, se sabe, el cine también es parte. Pero el cine es capaz de ser artístico y, nada menos, reflexivo. Vale decir, nunca la televisión tuvo -ni tendrá la autocrítica que el cine ha manifestado. O también, nunca la televisión podrá decir sobre sí lo que el cine ha dicho sobre ella.
El referente inmediato es esa obra maestra que se titula Cadenas de roca (Ace in the Hole, 1951), del extraordinario Billy Wilder. En España se la conoció como El gran carnaval. Ambos títulos dicen sobre lo que en el argumento anida, donde Kirk Douglas, un periodista en declive, reencuentra la posibilidad del suceso en un hecho desgraciado, con un hombre atrapado en una cueva, a punto de desmoronarse. El infortunio será reconvertido en noticia y se tirará de su cuerda hasta más no dar. Allí donde el límite amenace con evidenciar lo que se ha trastocado y, honor para el cine, reflexionar sobre la ética o, justamente, su ausencia. Como siempre, hechos posteriores han culminado por dar la razón al arte (o a su intuición): la tragedia y rescate de mineros en Chile fue uno de los programas televisivos más cercanos ?más delirantes al planteo manifestado por Wilder. Queda en el lector agregar casos similares.
La chispa de la vida propone un diálogo con aquel film, pero también con lo que inmediatamente le rodea. Ahora se trata de un desempleado, de un hombre desesperado, sin lugar social (José Mota), a quien el infortunio hará su presa. Mientras visita un museo -casi como víctima del atropello ciudadano, mientras recuerda con angustia otros tiempos, otras sensaciones-, la puerta que no debía abrir, el pasillo por el que no debía caminar, le llevan a una caída casi mortal, con una vara de metal incrustada en su cráneo, imposibilitándole movimiento alguno. Como si fuese un suicidio.
Familia, prensa y publicistas, ocuparán progresivamente el espacio, rodeándole, atosigándole, con él como figura de un interés concéntrico que creía perdido. El ámbito donde yace es histórico, está en refacciones, y posee intereses económicos en juego. Un lugar que es semántica bisagra entre un proceso histórico en el que inevitablemente se cuela la inmediatez de los tiempos actuales, con una sociedad excitada, en crisis, devota del sensacionalismo. En otras palabras, lo que finalmente aparece como lugar de encuentro preferencial, como reina natural del suceso, es la televisión. Con sus luminarias de cartón pintado, de conductor televisivo empresario, con cachet impresionante, capaz de manejar los contenidos más imbéciles -aún en las situaciones sociales más críticas- como la dieta diaria que la ciudadanía exige.
Tal exigencia, tal necesidad de ser visto o vista en televisión, no es el dato menor, sino el acento dentro de la puesta en escena de De la Iglesia. Es la misma víctima, el mismo antihéroe, quien pide a gritos por las cámaras, quien ve allí la posibilidad de ser la estrella fugaz del momento, su carta de triunfo para -acá lo mordaz, lo brillante- el bienestar de su familia (donde Salma Hayek interpreta a su esposa). Hay contratos que el tiempo exige firmar con rapidez, porque el pobre está a punto de morir, o tal vez no. Pero la televisión nada regala, y lo que es noticia debe atravesar el proceder monetario. Y él, allí clavado, casi un Cristo sarcástico, en procura de agilizar trámites, de que las cámaras le tomen en medio de todo ello y no le pierdan de vista, de que la sensibilidad de los espectadores despierte y le acompañe, mientras los anuncios publicitarios se entremezclan con sus frases estúpidas.
Porque el desdichado sabe de esto, lo conoce muy bien, dado su cariz de hombre de la publicidad, dueño no reconocido de esa frase de ingenio -"la chispa de la vida"- con la que la gaseosa más famosa hizo su mejor campaña. Pero ahora su importancia ha pasado a ser la de un simple operario olvidado o, como gustan llamarse tales artífices, la de un "creativo" desvencijado, a quien ya nadie recuerda porque, con sinceridad, cuál es la posteridad prevista para los "ingeniosos" juegos de palabras de la venta comercial más que la de ser, con suerte, un eco, una letanía infantil?
A este hombre ya nadie le quiere, mientras su alguna vez agencia publicitaria continúa albergando a quienes cuentan la moneda, a financistas o empresarios, o a los nuevos "creativos" inspirados, tal como astutamente lo refiere la caracterización del gran Santiago Segura. ¿Hasta qué limite llega La chispa de la vida? Mejor ver el film y contagiarse de ese estado de ánimo exitista, para llegar al desenlace justo, al momento donde la acción final opera de una manera como nunca la televisión podrá ejercer. Allí cuando el cine se sabe cine porque, precisamente, no es televisión, no es consecuencia de tiempos atropellados, premeditados comercialmente, ni manipulados por sonrisas de dientes blancos. Acá es donde conviene recordar otro gran desenlace, terrible, como lo es el zapping de The Truman Show (1998, Peter Weir). El cine siempre avisó con tiempo.