Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco, cuenta en su haber con las más altas distinciones del cine europeo y con la anuencia de la crítica mundial más cultivada.
En su última película, La cinta blanca, colorea (en blanco y negro) el cuadro de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Allí se suceden diversos sucesos de violencia, gestados por no se sabe quién, aunque se intuye con el rodar de la película.
Esta obra intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regímenes políticos más funestos y deshonrosos de la historia de la humanidad: el nazismo.
El maestro del pueblo es quien nos conduce por el relato en off, narrando en un presente (que no vemos, pero que escuchamos con su voz avejentada) los sucesos de los que fue testigo cuando tenía 31 años.
Con exagerada sobriedad en la forma de relatar, Haneke vuelve a provocar (como ya lo había hecho – mucho mejor - en Funny games o La profesora de piano) con una obra algo extensa, claustrofóbica, de pretendido suspenso (logrado por lo que no se muestra) y con un ritmo aletargado, demorado.
Sí resulta excelente la puesta en escena en cuanto a vestuario, maquillaje, fotografía, escenarios, acorde al tono del relato, pero sólo eso… El tratamiento de la historia y sus personajes genera tal distanciamiento del espectador que resulta imposible emocionarse o sentir empatía por algunas de sus criaturas. Quienes la vimos en el cine podemos dar cuenta de ello: compartimos una palpable sensación de inmutabilidad cuando las luces se encienden...