El eje del mal
Observador sutil de los mecanismos de poder en la actual sociedad europea, el austríaco Michael Haneke se corre de nuestro tiempo para centrar su relato en una pequeña comunidad del norte de Alemania. La cinta blanca está construida a partir de una rigurosidad tan asfixiante como el clima en el cual se desarrolla.
Luego de que algunas de sus joyas hayan sido exhibidas en el BAFICI (Funny Games, Le temps du loup) y del estreno de La profesora de piano y Escondido, llega a la cartelera porteña la película con la que consiguió la codiciada Palma de Oro en Cannes. Ambientada en el periodo inmediatamente anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, la película es un relato coral que indaga en la cotidianeidad de un grupo de pobladores, interrumpida a partir de unos extraños sucesos. Una serie de atentados y golpizas a niños ponen en superficie a la violencia latente que pareciera obedecer a órdenes mucho más primitivos. Violencia naturalizada en la fragilidad de los vínculos familiares, la doctrina religiosa, y la inestabilidad económica que castiga silenciosamente a los habitantes.
El relato está organizado por la voz en off de un maestro, quien rememora este periodo algunos años después. Esta herramienta y el impecable blanco y negro del fotógrafo Christian Berger operan connotando a la historia como parte de un testimonio universal. Pero Michael Haneke es por demás sagaz en la indagación de esta idea. Por un lado, el maestro señala que los hechos no necesariamente son tal cual los relata, indicando desde el comienzo que la inestabilidad de la memoria (la individual y la colectiva) puede jugarnos una mala pasada. Por otra parte, la película se resiste a una tesis unívoca, escapa a la consagración de una idea rectora que simplifique o banalice la cuestión del origen del nazismo.
Hay en cada micro-relato un aura de verdad subjetiva, de vacilación entre el drama familiar y la constitución de una personalidad afín con la violencia. No por nada los niños del film serán los jóvenes del nazismo, algunos años más tarde. Hay, también, un señalamiento metonímico de cada micro-relato en relación a una expresión mucho más grande. Tal vez por ello la presencia de los niños resulte fundamental, desde la pasividad con las que los más pequeños parecieran aceptar cada injusticia, hasta la habilidad de los más grandes para sugerir y domesticar cada atisbo de violencia.
La cinta blanca es una película de una dureza poco frecuente, no tanto por lo que muestra sino por lo que sugiere. El drama interno de cada personaje encuentra su objetivación en los estallidos de odio que parecieran consolidar un orden autoritario. La trama indaga sobre las redes de complicidad y silenciamiento que hacen posibles esos estallidos, y que cimientan las condiciones de posibilidad para que sean funcionales a un Mal mayor, recién sugerido de forma más explícita hacia el final.