El huevo y la serpiente
El fin de semana cinematográfico trajo nuevas gratificaciones para los amantes del cine en las carteleras comerciales de la ciudad: si bien se fue Las playas de Agnès, acaso uno de los mejores filmes que pasarán por las carteleras de Córdoba este año (y que apenas duró una semana), en su lugar se estrenó la última película de Michael Haneke, La cinta blanca, un inquietante ensayo sobre el fanatismo moral y religioso ambientado en un pequeño pueblo del norte de Alemania, en 1913. No casualmente, ambas películas se estrenaron únicamente en el cine Showcase, el único complejo comercial que intenta apostar de tanto en tanto al cine independiente del mundo, particularmente el europeo (algo por supuesto para celebrar, aunque queda por ver cuánto se mantendrá en cartelera: por las dudas, estimado lector, recomiendo ir antes del jueves).
Rodado en un ascético blanco y negro, con un trabajo excepcional en la fotografía (a cargo de Christian Berger, quizás en su mejor colaboración con Haneke) La cinta blanca es un filme que levantó y seguramente levantará más de una polémica, pero cuyo rigor político, ético, formal y estético están fuera de toda duda. Pocas películas, en efecto, han abordado situaciones de semejante complejidad de forma tan rigurosa: podrán decir que Haneke quiere hablar de “grandes temas” y que incluso intentó seducir a los jurados del mundo con ella (se llevó la Palma de Oro del Festival de Cannes 2009), pero nunca se lo podrá acusar de banalizar el tema, como tampoco de proponer lecturas simplistas y tranquilizadoras, que busquen normalizar una experiencia en cierta medida traumática para las mentes biempensantes. Más bien, uno diría todo lo contrario. Y acaso el principal error sea considerar a La cinta blanca solamente como un estudio del germen del nazismo: si bien la lectura es válida, y está legitimada por el propio filme, se trata de un análisis más universal, un ensayo trasladable a otras latitudes, épocas y culturas; ya que lo que Haneke examina es el funcionamiento de una sociedad autoritaria, dominada por un dogmatismo religioso que, en el fondo, esconde férreas relaciones de poder y represión.
Estamos en 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. El pequeño pueblo protestante se ve sacudido una mañana por un accidente provocado al doctor con una trampa. El hombre terminará hospitalizado durante varios meses. Pero entretanto, se sucederán otros hechos aún más inquietantes, que sugieren la existencia de un plan maligno en curso: primero, la muerte de origen dudoso de una campesina, luego, el atentado contra el hijo del terrateniente del lugar y el incendio de un granero, más tarde la feroz golpiza de otro pequeño con atraso mental. Filme de naturaleza coral, La cinta blanca irá revisando simultáneamente la existencia de varios de sus pobladores: el estricto pastor del lugar, capaz de colocar una cinta blanca a sus hijos para recordarles el ideal de pureza, el doctor, que bastardea a su amante y servidora incondicional, el maestro y narrador de la película, enamorado de una joven empleada del Barón, quien a su vez mantiene al pueblo en una situación feudal. Como en Caché, escondido, el filme parece replicar en su forma narrativa la estructura del psiquismo: la maldad, la violencia y los actos más aberrantes se mantienen casi siempre fuera de campo, pero sus consecuencias van aflorando progresivamente, descubriendo un mundo atroz que se esconde detrás del puritanismo religioso, la represión sexual y el disciplinamiento social y económico.
El cine de Haneke está hecho de sugerencias, y aquí son manejadas con maestría por el director austríaco y alemán -aunque a veces haya algún golpe de efecto de más-, quien dosifica el suspenso hasta la más terrible revelación final, sobre la autoría de los atentados. Pero acaso lo más importante sea la clarividencia sociológica del filme: La cinta blanca es una pequeña gema para analizar el comportamiento de las sociedades patriarcales y autoritarias, que puede encontrar varios paralelismos en la actualidad y por supuesto en la historia (para nosotros, claro, la última dictadura militar).
Por Martín Iparraguirre