El discurso y sus consecuencias
El estreno tardío de La cinta blanca en Mar del Plata (en Capital se estrenó en abril) da para hablar de otras cuestiones vinculadas con la distribución de películas en el país, aunque sería mejor utilizar otro espacio para eso porque es un tema muy complejo. En todo caso, aprovechemos lo poco de positivo que puede tener una situación como esta y que se debe, exclusivamente, al revuelo que puede generar un film de estas características: director importante, temas importantes, cierto prestigio académico ganado a fuerza de premios en festivales. Todo esto no hace otra cosa que generar dos posibilidades: o una crítica indulgente que destaque cosas que -incluso- pueden no estar siquiera en la obra; o, todo lo contrario, una crítica alejada de la complacencia, que hasta puede sobreactuar el gesto y enojarse de manera desmedida con una película que tiene, en igual cantidad, aciertos y defectos. Aunque, coincidimos, lejos está de ser la obra maestra de la que se habló.
Y si podemos hacer este análisis, es porque con todo el tiempo que transcurrió desde su llegada al país hasta su exhibición en las pantallas de la ciudad sería de necios negar que no hemos leído nada sobre ella. A esta altura, incluso, como medio hemos debatido la posibilidad de cubrirla o no: ¿qué podemos decir sobre esta película que no se haya dicho? ¿Cuál es el sentido de abordarla? En todo caso, lo que podemos hacer es observar cómo algunos discursos se construyen de manera tan autorreferencial que terminan por asfixiarse. Incluso, cuando de eso habla el film de Michael Haneke, que pone en primer plano un discurso en extremo cerrado que de tan asfixiante propicia el nacimiento de una monstruosidad. No estamos diciendo que parte de la crítica en la Argentina se haya convertido en un monstruo, pero sí que al menos se han gestado paradigmas difíciles de sostener y que, en algunos casos, se debe someter el discurso a una fricción innecesaria para encajarlo en los cánones previstos.
En especial hubo pocas voces enfrentadas a esta película, pero fueron bastante furiosas: recuerdo a Javier Porta Fouz y a Leonardo D’Espósito, no sólo por la violencia del discurso sino porque además son dos plumas que aprecio. Desde las páginas de El amante, el primero ha instalado un término para distinguir a estas películas que, bajo su punto de vista, son banales pero revestidas de una falsa trascendencia: “cine choronga”. No está mal, incluso si coincido bastante con este criterio, que castiga a películas pedantes, que ponen el tema delante de la forma y creen que con hablar de cosas importantes alcanza, cuando no profundizan nada porque su solemnidad narrativa habilita sólo una dirección posible para analizar lo que se está mirando. Habrán leído mi encono con una película como El origen, así que mi cercanía con esta postura queda totalmente definida.
Ahora ¿una película como La cinta blanca puede ser analizada bajo este criterio? Me parece que no. Y aquí lo que empieza a entrar en crisis son algunos argumentos críticos esgrimidos con suposición de inteligencia suprema, porque “me las sé todas y a mí no me engañan”: cuestionar a La cinta blanca por la gravedad de su tema es invalidar automáticamente cualquier temática similar (y se me hace inaudito este discurso cuando además una persona como Porta Fouz pone por los aires una película tan choronga como El secreto de sus ojos; al menos D’Espósito ha sido más coherente). Daría la impresión de que los cuestionamientos que se le han hecho al film de Haneke podrían haber existido incluso si no se miraba la película, ya que lo que se ataca estaba en la sinopsis y la frialdad formal del director no es ninguna novedad: por eso no debe verse como esteticismo vacuo su puesta en escena. Se adivina allí entonces un tufillo prejuicioso, aunque esta vez es contra cierto cine “académico” y no como ocurre malamente con el cine mainstream.
En La cinta blanca, Haneke vuelve a explorar la violencia como un síntoma social: ambientada en los años previos a la Primera Guerra Mundial, se ubica en una aldea del norte de Alemania donde una serie de extraños sucesos comienzan a generar desconfianza entre la gente: hechos de violencia que tienen, en algunos casos, a los niños como protagonistas. El mayor problema del film, y de ahí cierta inercia que la somete y que se hace notar en sus 144 minutos, es que el director plantea su tesis bien arrancado el film y, por más ambigüedad con la que trabaje en cada plano y secuencia, cada minuto que transcurre se va confirmando la presunción. En ese arranque la voz en off de uno de los personajes, ya adulto, pone en duda la figura de los niños y da a entender que eso que está ocurriendo es la base de lo que luego sería la Alemania Nazi. Por cierto que Haneke, como lo ha dicho, no hace referencia exclusiva el nazismo, sino que en el film trabaja sobre la idea de un germen de fascismo, que puede haber sido aquel pero puede ser cualquier otro del pasado, presente o futuro. En eso, La cinta blanca se parece bastante a Petróleo sangriento: la religión y el poder económico, en pugna para pervertir y violentar la conciencia de generaciones.
Como decíamos, a pesar de la profusión de subtramas, no hay mucho más en el film que lo que se dice en un comienzo: esa voz en off si bien se entiende conceptualmente por tratarse de la voz del maestro en la aldea, es perjudicial no sólo porque limita la imagen a una única dirección del relato (y reitero, por más que el director juega con la ambigüedad y nunca dé nada por sentado) sino también porque da por tierra con el misterio y el suspenso que la historia podía tener. Ese es tal vez el mayor desacierto de Haneke, más aún que el exceso con que extrema su estilo formal, plagado de planos fijos, fuera de campos y planos secuencias. Al arrojar todas las sospechas de entrada, e incluso contextualizarlas con una posibilidad respecto a lo que pasó en ese país tiempo después de esos hechos, Haneke se ve obligado a repetir el patrón poder-sometimiento-degradación-perversión para movilizar la historia en no uno, no dos, sino tres de sus personajes: el barón del pueblo, el pastor protestante del pueblo y el médico del pueblo. Todos, y cada uno a su tiempo, minimizarán a quien tengan al lado abusando de su posición. Y además, cada una de estas acciones estará reforzada con una consecuente sordidez. Incluso hay un diálogo entre el médico y su amante que, sinceramente, da risa; y una analogía entre el abuso sexual de un padre a su hija con la perforación de las orejas, que sobresale por indignante y grosera. Esos son momentos donde Haneke pisa el palito de la necesidad de decir y mostrar, sin darse cuenta que cuando mejor le va es en cuando no dice nada y deja todo librado a la inteligencia del espectador: recordar Caché.
Sin embargo estas fallas son parte de la ambición de la película, y nadie puede culpar a Haneke por eso; tampoco por filmar aquí su film menos enemistado con el gran público, al menos en lo superficial. Si la violencia de La cinta blanca es una que subyace en el inconciente colectivo, la misma se debe sentir pero no mostrar: mostrarla sería síntoma de culpabilidad y lo que quiere dejar en claro Haneke es que esto es algo que está afincado, metido muy adentro. Por eso, el estilo ascético del relato es funcional a las implicancias del texto y no un mero preciosismo. Deliberadamente sabemos que aquellos que fueron parte del régimen fascista fueron estos hijos construidos a base de represiones, sin embargo lo que vemos es el adoctrinamiento que sufrieron y nunca la respuesta a eso. O sí, conocemos las consecuencias como un síntoma que se respira. Película atmosférica, sobrevuela continuamente un aire de intranquilidad y de paz prefabricada que se genera a partir de unos planos largos y una fotografía que propicia la niebla, el delicado ostracismo de la oscuridad donde se agazapa la bestia.
Precisamente de eso, con sus defectos a cuesta, habla La cinta blanca. De un monstruo que está a la espera de dar el zarpazo: Haneke no se deja llevar por la tentación de mostrar ese zarpazo sino que opta por registrar cómo la bestia fue provocada e incentivada por un poder religioso y económico, que sólo pudo construir a su propio enemigo: uno que salió de sus propias tripas. Por eso deja en fuera de campo lo que ocurrió después, porque sería redundante y además permitiría la lectura sobre que eso se circunscribe exclusivamente a la Alemania de por entonces, cuando en verdad su subtexto es atemporal. Tal vez La cinta blanca sea más válida como síntoma que como película. Y, a la vez, ese síntoma se transmute a la crítica de cine y sus taras: ¿cómo diferenciar a esta altura el cine que nos habla en serio de cosas importantes de aquel que es pura pose y pseudo intelectualidad? Lo importante, en todo caso, es abrir el juego y airear el discurso antes de que el fundamentalismo crítico lleve a algún tipo de fascismo y sólo sean válidas aquellas películas que se expresan en base a nuestros forzados dogmas. Fuera de eso, nada.