Los claroscuros de la perversión
Una lectura apresurada sobre la obra del director austríaco Michael Haneke trazaría como uno de los tópicos recurrentes la violencia en todas sus expresiones. Sin embargo, desde la fundadora Horas de Terror (Funny games, 1997) hasta la fecha lo que el realizador explora desde su cine en realidad se circunscribe -en profundidad- a desnudar aspectos de la condición humana, entre los que puede encontrarse la maldad en todas sus formas, incluida la perversión y la violencia, más que como un efecto aventurando hipótesis de sus causas y consecuencias.
Podríamos decir entonces que para el director de Cache / Escondido no existe pureza alguna ni absolutos que no sufran naturalmente cierta metamorfosis hacia lo oscuro, lo enfermizo, como representación simbólica de la libertad. Si el hombre nace malo o se vuelve despiadado cuando entra en juego la sociedad, con sus códigos y reglas represivas, es algo que a Haneke no le preocupa demasiado porque huye de los determinismos y así evita (conceptualmente hablando) el salvoconducto de la redención condenando a sus criaturas a la responsabilidad de sus actos o a la faz menos feliz del libre albedrío.
Ahora bien, sin este prólogo sería realmente difícil comprender el complejo tejido que urde la trama de La cinta blanca, su último opus ganador -entre otros premios- de la Palma de oro en el Festival de Cannes 2009. Aquí el cineasta apela a lo micro para adentrarse en lo macro; reflexionando sobre la facilidad con que penetran los totalitarismos en las sociedades patriarcales. Sin duda, el ícono más representativo del régimen totalitario sigue siendo el nazismo, y en este caso particular se desliza su germen como conclusión implícita del relato que va, por supuesto, más allá del particular.
El título hace alusión a un brazalete que se ponía a los niños, principales protagonistas de esta obra, para recordarles y afirmar su inocencia y su castigo si llegaran a desviarse de los caminos de Dios. Precisamente en un doble rol de víctimas y victimarios son los pequeños aquellos que atizan las brasas que calientan el caldo de cultivo que inunda la apacible tranquilidad de una comunidad protestante en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Allí, una seguidilla de misteriosos actos aberrantes pone en jaque la autoridad del Señor noble (recordemos que se trata de una sociedad patriarcal) con la inminente amenaza de levantamiento de los campesinos. De todos los lugareños preocupados por la incesante aparición de niños maltratados, el profesor es quien comenzará a escarbar en la superficie para ir revelando secretos y miserias de los habitantes hasta llegar al escalón más alto de la pirámide social, cuyos pilares no son otros que la educación y la religión en sus aspectos más peligrosos.
Envuelto en una constante tensión y ambigüedad y fotografiado magistralmente en blanco y negro, el film plantea un relato coral narrado por el profesor ya envejecido que recuerda aquellos sucesos sin poder asegurar si fueron o no verdad, recurso ejemplarmente utilizado por el autor para sumir a la historia en un terreno de abstracción que transforma cada acción y personaje en señal o símbolo de algo más difuso y no tan terrenal, como sucediera por ejemplo con Dogville de Lars Von Trier; película con la que comparte varias ideas pero cuya mayor diferencia en este caso obedece al registro naturalista y no representativo.
Por su grado de audacia y complejidad narrativa estamos en presencia de una obra maestra de este polémico artista, quien además de hacer buen cine es filósofo y psicólogo; rótulos académicos que lo convierten en un inflexible observador de la condición humana y un principal transgresor de las convenciones sociales, que cuando se vuelven absolutas resultan nefastas para la libertad de pensamiento.