Juventud en marcha
La película de Michael Haneke retrata los orígenes del nazismo en la Alemania de 1913.
En una entrevista para la revista Film Comment, otorgada al crítico austríaco Alexander Horwath, Haneke sostenía: “Siempre pienso que en los lugares ‘pequeños’ se ensayan y se desarrollan los grandes acontecimientos, en términos de su clima moral y espiritual”. Tal declaración funciona como un contrapunto semántico de las primeras palabras del narrador omnisciente de Una cinta blanca, un maestro de escuela que habla desde un futuro impreciso: “Creo que debo contar los extraños sucesos que acontecieron en nuestra aldea... Quizás podrán esclarecer cosas que ocurrieron en el país”. Es 1913, al norte de Alemania; los años venideros, entre guerra y guerra, no serán otra cosa que la mácula de un siglo.
Todo empieza con un accidente: un cable casi invisible intercepta a un jinete y su caballo. De allí en adelante, los accidentes serán una constante. La serenidad pastoral y el sobreviviente orden feudal de un pueblo pequeño protestante se resquebrajan.
El barón conocerá el descontento de sus súbditos, el médico de la comunidad será capaz tanto de curar a los pobladores como de humillar a quien supuestamente ama, el implacable pastor no podrá rectificar el Mal que merodea entre sus fieles. La cinta blanca sobre el brazo de sus vástagos podrá remitir a un ideal de pureza a conquistar a través de la disciplina y el dogma, pero detrás del discurso virtuoso y teológico se agita una violencia enmudecida. El látigo y la oración son complementarios, como la castidad y la compulsión libidinosa.
La ganadora de Cannes 2009 pone en escena la tesis del psicólogo Wilhelm Reich: el fascismo es un fenómeno ligado a la insatisfacción sexual de las masas. Que a un adolescente le aten las manos para dormir es el reverso del pasaje en el que un adulto se siente con el derecho de gozar de su descendencia durante la misma etapa de crecimiento.
Estos jóvenes caucásicos, futuros miembros de la juventud hitleriana, antes de levantar su mano ante la presencia de un demente aprendieron un evangelio en el que Eros poseía el semblante de una deidad demoníaca.