Contra la ingenuidad
A la lista de interesantes directores que este año pasaron en la Argentina directo al dvd, Spike Jonze (Donde viven los monstruos), Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro) y Steven Soderbergh (El desinformante), todos con películas por demás atractivas -incluso en el caso de Soderbergh de lo mejor de su carrera-, tenemos que sumar ahora a Paul Greengrass quien con En la ciudad de las tormentas no pudo llegar a los cines a pesar de venir de un éxito como la saga Bourne, y tener a Matt Damon nuevamente implicado en una trama que fusiona lo político con la acción. Digresión: algo malo está pasando en la distribución de cine en el país no podemos ver esto en una pantalla grande y sí tenemos que ver cosas como Asesinos con estilo, por ejemplo.
En la ciudad de las tormentas cuenta con guión del reconocido Brian Helgeland y es una adaptación del libro de Rajiv Chandrasekaran, Imperial life in the Emerald City: inside Iraq’s Green Zone. Se centra en el oficial del Ejército norteamericano Miller (Damon), quien se empecina en encontrar la verdad acerca de la denuncia del Gobierno de su país sobre la existencia de armas químicas en Irak. Esto, que justificó una invasión, es desmontado por Greengrass con los elementos propios del thriller, lo que permite que el film sostenga su carga de denuncia con una fluidez asombrosa: su mano y su cámara, siempre en movimiento, nerviosa, pero puesta al servicio de la narración, es lo que distingue a este film por encima de otros ambientados en Medio Oriente.
Básicamente el film, lo que dice, es que el Gobierno norteamericano mintió, que en Irak no había armas químicas, que tenían la información real de fuentes confiables, que prefirieron distorsionar la verdad y que manipularon a la prensa para justificar un acto bárbaro. Si bien se puede acusar al film de no decir nada nuevo, que lo que denuncia ya se ha leído o escuchado por ahí, lo interesante es que si bien sobre el final deja plantada la posibilidad de que la verdad salga a la luz -en ese sentido es utópico- no lo hace sobre la traición a la lógica de sus personajes: aquí no hay malvados que toman conciencia de sus actos y obran en contrario. Cada uno, Miller, el hombre de Washington Clark Poundstone (Greg Kinnear) o el de la CIA Martin Brown (Brendan Gleeson) son consecuentes y siguen su moral y su ética, sea del color que sea.
Contra el típico cine bélico llorón y ambiguo de Hollywood, que cuestiona el sistema a la vez que justifica la guerra, En la ciudad de las tormentas deja planteados una serie de dilemas en el territorio de la moral unido a la construcción cívica: “¿cómo nos van a creer cuando realmente digamos la verdad?”, se pregunta Miller. No de gusto entre Brown y Miller se chicanean acerca de “no ser ingenuos”. El ojo documentalista de Greengrass presta tanta atención a la acción, lo físico, como a los dilemas existenciales de estos hombres. Y si el film funciona en los dos frentes, aún cuando sobre el final se vuelve decididamente uno de suspenso y acción -una película de género-, es porque desde la dirección se sostiene todo con una lógica de fierro. Si algo sabe ser el cine de Greengrass, es sólido y compacto.
Una de esas muestras de cine bélico llorón y ambiguo podría ser Red de mentiras, de Ridley Scott. Allí, el director apelaba a un cinismo descomunal para decir que la guerra se manejaba a distancia, y construía uno de esos héroes imposibles -en el mal sentido- con Leonardo DiCaprio. Aquí, conocedor de los códigos del cine clásico, Greengrass sabe que precisa a un héroe convencional para ser lo más clarificador posible: el Miller de Damon es un tipo de acción, pero honesto y confiable, cuyo pecado más grande haya sido, tal vez, creer que era posible una invasión sobre las bases de la libertad. El final, en dos planos -la discusión entre los iraquíes y la cara de Poundstone-, resume de manera precisa el resultado de la acción norteamericana en aquella región del mundo. Si bien puede ser considerado políticamente correcto, el film de Greengrass reparte adecuadamente la carga de culpas y construye un orden donde la política y la prensa, y con ellos el ciudadano, son socios en la confusión general de la que se nutren las desgracias universales.