Vicios repetidos y reconcentrados
Un detalle objetivo sirve para posicionar al potencial espectador en la subjetividad propuesta por La cola: uno de sus protagonistas es el aquí también codirector debutante en el largo Enrique Liporace (el otro es Ezequiel Inza-ghi), actor cuya carrera cinematográfica comenzó en los ’60, languideció en los ’70 y volvió con fuerza en los ’80 y ’90. Sin menospreciar la calidad artística de sus trabajos (el CV incluye films muy buenos, como Tiempo de revancha y Ultimos días de la víctima), se sabe que la década iniciada en la primavera democrática no fue precisamente la más fructífera para el cine vernáculo: el apego al estereotipo, el costumbrismo entendido como sucesión de gritos, puteadas y eses comidas en barrios de clase media–baja de la Capital, la equiparación de la función de la banda sonora con la de un resaltador fluorescente, o el plano y contraplano como única posibilidad de construcción formal eran algunos de los vicios de aquellos años. Mismos vicios que, hoy, veintipico de años después, vuelven a (re)concentrarse aquí.
Un Sucesos argentinos apócrifo muestra las coordenadas socioculturales en las que se desarrollará la historia. Félix Cayetano (Alejandro Awada) nació dos meses antes de lo pautado mientras su madre peregrinaba los últimos pasos rumbo al altar del Patrono del trabajo. Saludado por el mismísimo Perón como un “bebé de la paz, el pan y el trabajo”, aquel icono devino en cincuentón caído de la clase media e instalado en una pensión, que dedica sus días al oficio de colero. Esto es: se gana la vida guardando lugares en filas de colegios, estadios u oficinas burocráticas, al tiempo que ahorra cada peso con el único fin de visitar a su hija supuestamente instalada en París. Aunque ella tampoco la pasa mejor. Aquel viaje nunca existió y hoy vive en una habitación rentada con una amiga y gasta su tiempo –y su dinero– yendo de audición en audición buscando la oportunidad actoral de su vida. Oportunidad que aparentemente llega cuando da con el productor indicado.
De allí en más, La cola seguirá en paralelo el derrotero de ambos personajes. Esto bien podría disparar la exploración de la tensión entre vida laboral y emocional, pero, en cambio, apenas sirve para incluir una galería de personajes secundarios construidos a brochazo limpio, casi como una versión de pantalla grande de la tira Buenos vecinos: los dueños de las pensiones son seres demoníacos (a ella la dejarán literalmente de patitas en la calle), el productor interpretado por el propio Liporace denota lascivia y chantada en cada frase, los colegas de Félix son unos buscavidas irredentos y, Everest de la chabacanería, el sobrino posadolescente de uno de ellos (Nazareno Mottola) es lo más cercano a una cloaca lingüística que haya dado el cine argentino en años, con puntaje perfecto de diez guarradas cada diez palabras. Habrá, además, chistes sobre olores de baños, un Antonio Gasalla de cura y una analogía entre los coleros y las hormigas machacada desde la segunda escena. Que se explica, claro, cuestión de que nadie quede afuera.