La vida que no avanza
El destino de Félix (Alejandro Awada) quedó marcado el día que nació: un 7 de agosto, en la fila que los fieles hacen frente a la iglesia de San Cayetano para saludar al santo en su día, cuando Perón aún era presidente. Fiel a su designio, en la actualidad trabaja como “colero”, aunque se define “gestor”, y pretende dignificar la actividad con la creación de un gremio que agrupe a todos sus compañeros de rubro.
Está lleno de ilusiones: quiere ir a Francia a ver a su hija (Lucrecia Oviedo), que supuestamente vive allí, aunque eso también es una ilusión. Ella nunca viajó, pero sostiene la mentira porque no quiere ser una carga para su padre. Ni que él lo sea para ella.
La película, entonces, nos cuenta las historias de este padre, su hija, y todos los que los rodean. Historias de personas sencillas, cuyo principal problema es evitar los abusos y estafas, y rebuscárselas para sobrevivir casi sin dinero manteniendo por sobre todas las cosas la dignidad.
En el resto de elenco se encuentran también Ana María Picchio, Aldo Barbero, y una breve participación de Antonio Gasalla como el sacerdote que conoce a Félix de toda la vida. En general las actuaciones están bien, aunque por momentos a Awada parece pesarle un poco la responsabilidad de una película entera sobre sus hombros.
Un recurso desafortunado es la representación de un sueño recurrente en Félix, en el que aparece gente haciendo una larga fila hacia nadie sabe dónde, y unos hombres-hormiga que la supervisan. Estas escenas no representan nada de gran sentido, y le dan un tono pseudo-onírico al film (aparecen repetidas veces) que no tiene que ver con lo que parecía ser la propuesta original. A partir de este sueño, se elabora una teoría para nada sólida sobre los roles en la sociedad, en un intento de filosofía simplista que tampoco aporta.
Hay otro detalle que puede irritar un poco, y es la posición casi paternalista que tiene el guión con respecto a sus personajes, como si fueran niños, o seres algo inferiores, de cuyas ingenuidades es posible reírse.
El resto del guión es la sucesión de suertes (las menos), y desgracias (más frecuentes) que sufren los personajes, y no mucho más que eso. Está bien que las películas dejen, o intenten al menos, dejar un mensaje, pero no queda tan bien cuando hay que explicarlo, y plasmarlo en una frase para el afiche. Cuando el guión es lo suficientemente sólido, la “moraleja” se interpreta por sí sola, y eso es en parte lo interesante de la actividad del espectador.