MONÓLOGO INTERIOR
Los vecinos de un edificio anónimo de los suburbios franceses se reúnen en uno de los departamentos para hablar del ascensor y votar si se invertirá el dinero necesario para repararlo. Todos parecen estar de acuerdo, todos salvo Sternkowitz del primer piso. Solitario y callado debe esperar en un inmerso living, mientras el grupo compacto debate en otro cuarto qué hacer frente a su postura poca solidaria. Al final y, casi por primera vez, el hombre forma parte de un equipo cuando se aprueba (con su consentimiento) que él no utilice nunca más el elevador por negarse a pagar; una decisión poco favorable puesto que unas horas más tarde, el destino del vecino avaro y antisocial del primer piso cambiará por completo.
Pero la soledad, la nostalgia y el azar no son los únicos rasgos centrales de este personaje, sino que simulan ser algunas de las características más sobresalientes de ciertos habitantes de este no lugar donde realizan acciones simples, hábitos interminables y apuestan por repetirse a sí mismos. Todos estos elementos se refuerzan con el uso de numerosos planos fijos y escenas reiteradas que le imprimen una atmósfera de tiempo cíclico y cerrado a las tres historias que se desarrollan en paralelo en La comunidad de los corazones rotos (Asphalte en la versión original), adaptación de la novela Las crónicas del asfalto escrita por Samuel Benchetrit, guionista y director del filme también.
La primera está centrada en Sternkowitz desde una doble mirada: su forma de habitar la casa (espacio privado) y las frecuentes visitas nocturnas a un hospital, donde conversa con una enfermera en su descanso (espacio público). Otra aborda la reciente mudanza de una actriz famosa durante los años 80 al mismo piso donde un adolescente “vive” con una madre ausente, mientras que la última se focaliza en un astronauta de la NASA que, por un error de cálculo, aterriza en la terraza del edificio y debe permanecer en la casa de una mujer marroquí hasta que lo vengan a buscar.
Si bien al principio los relatos simulan conectarse solamente a partir del absurdo o cierta ironía, se evidencia luego un nexo más fantástico entre ellos: por un lado, la vivienda que carece de marcas distintivas, reconocibles e, incluso, parecería abandonada –ese grupo compacto del inicio no vuelve a presentarse más, como si fuera una alucinación–; por otro, el ruido inexplicable que se repite a lo largo de la película y del que circulan versiones dispares acerca de su procedencia. De esta manera, cada vínculo funciona de manera autónoma pero se complementa como un todo mayor frente a estas extrañezas.
“¿Qué pensás cuando te ves en la película?”, le pregunta Charlie a la actriz que supo brillar hace 30 años. Ella le responde que nada, que se limita a zambullirse en lo que está mirando y la metáfora no podría ser más justa. Porque estos personajes no hacen más que sumergirse en sí mismos a través de la rutina y del aislamiento repitiendo la misma escena en un círculo sin fin. Romperlo implica un sacrificio, un riesgo, una batalla contra la propia desolación de la misma forma que atreverse a averiguar cuál es la razón de ese gemido. ¿Mantenerse en el cuarto solos o atravesar la puerta que los conecta con el mundo?
Por Brenda Caletti
@117Brenn