Si hay algo que logra esta película, exhibida por primera vez en la Argentina hace unos días en una nueva edición del ya tradicional Festival de Cine Alemán de Buenos Aires, es transmitir la sorprendente frialdad con la que el nazismo decidió sus políticas de exterminio. Cuesta creer que la humanidad haya llegado a ese punto, pero la Conferencia de Wannsee, una reunión de altos funcionarios gubernamentales de la Alemania de Adolf Hitler con líderes de las Schutzstaffel (SS) celebrada en ese suburbio berlinés el 20 de enero de 1942, es una prueba concluyente de la estricta planificación con la que se concretó el Holocausto.
En ese encuentro para decidir “la solución final para la cuestión judía” estuvieron también algunos gobernadores de las zonas ocupadas del Este de Europa, juristas, directores de transportes e industriales. Todos hablando de gestión eficaz, optimización de recursos y tiempos, logística de transporte y ratios de eliminación de prisioneros como si se tratara de las estrategias de funcionamiento una fábrica para obtener los mejores resultados.
Quien levantó el acta de esa reunión organizada por Reinhard Heydrich, oficial nazi de alto rango durante la Segunda Guerra Mundial y uno de los principales arquitectos del Holocausto, fue Adolf Eichmann, también responsable de la idea de generalizar un método de eliminación física de adultos y niños “rápido, eficaz y barato” que Rudolf Höss, director del campo de exterminio de Auschwitz, ya había puesto en marcha en su área de influencia: el gas Zyklon.
La puesta en escena de La conferencia es esquemática -largas conversaciones filmadas en plano y contraplano-, un reflejo ajustado de la formalidad de ese cónclave siniestro en el que nunca se cuestionó la matanza pero sí se discutieron como formalidades burocráticas el traslado de las víctimas a los campos de exterminio en condiciones de hacinamiento y su incineración posterior en hornos diseñados expresamente para las cremaciones. Los problemas que aparecieron en esa conversación no estuvieron relacionados con ningún cargo de conciencia, sólo se habló de costos e incluso del trauma que podría provocar en los integrantes del ejército nazi llevar a cabo el macabro plan. Si hubo diferencias, estuvieron relacionadas con la intención manifiesta de sumar puntos en la escala “meritocrática” del régimen.
Hitler fue la cara más visible del horror, el símbolo oscuro que perduró en la Historia. Pero su figura estuvo sostenida por una maquinaria feroz cuyo combustible principal era el odio, un veneno potente esparcido con insistencia por un calibrado aparato de propaganda que consiguió la complicidad de buena parte de la sociedad alemana, que todavía hoy intenta sanar las heridas de aquel despropósito.