El nuevo filme de Santiago Mitre no denuncia una trama de intereses, sino que exhibe los mecanismos por el cual el poder se constituye como tal.
Dos claves de lectura tiene la tercera película de Santiago Mitre (El estudiante, La patota). Una realista y otra fantástica. La combinación de ambas es lo que hace de La Cordillera una propuesta diferente, con una carga de misterio y ambigüedad que la convierte en un estimulante desafío para cualquier espectador.
Más allá de las circunstancias del estreno, en medio de las elecciones legislativas, y de que Ricardo Darín -quien interpreta a un presidente argentino– tenga una remota semejanza física con Mauricio Macri, hay que subrayar que se trata de una ficción que no explota sus puntos de contacto con la realidad coyuntural del país sino que los transfigura y los pone al servicio de un relato sugestivo.
A diferencia de otras grandes obras del cine político, La Cordillera no pretende denunciar una trama de intereses perversos sino exhibir los mecanismos por el cual el poder se constituye como tal, y lo que muestra es una especie de juego supremo: una cumbre de presidentes latinoamericanos en el lado chileno de los Andes, reunidos para discutir la creación de una petrolera pluriestatal. En ese sentido, es una película abstracta. Podrían ser mandatarios asiáticos u oceánicos y la historia desarrollarse en Los Alpes o Las Rocallosas. Nada cambiaría.
Ya desde el apellido del presidente ficticio, Blanco (Hernán), Mitre parece indicar que la función precede al individuo, aunque esa suposición también será puesta entre paréntesis a medida que el relato avance. Si al principio Blanco es presentado como un hombre común, un tipo como cualquiera que ha llegado a la máxima investidura, poco a poco nos vamos enterando de que tiene un pasado y un entorno familiar por lo menos conflictivos.
La irrupción de la hija del presidente, interpretada por una inquietante Dolores Fonzi, es fundamental para darle sustancia psicológica al drama. Ella es la exacta contrafigura de su padre. Mientras él asume cada vez con mayor convicción y frialdad su destino de pieza clave en ese juego geopolítico, ella va perdiendo el control de sí misma y de todo lo que la rodea. El único poder que le queda es su impotencia, una hostil imposibilidad lindante con la locura.
La habilidad del director y de su coguionista -ese genio llamado Mariano Llinás– consiste en dosificar la información y ofrecerla de tal modo que lo secundario parece lo principal y viceversa. Por ejemplo, introducen el tema del mal (el diablo) en una escena que a primera vista resulta torpe: en una entrevista que Blanco le concede a una periodista española. Sin embargo, esa obvia torpeza narrativa les sirve para evitar que la dimensión sobrenatural ocupe el primer plano y sepulte la dimensión política.
Si la segunda mitad de La Cordillera adquiere la atmósfera de un relato de misterio, es más por la fuerza sugestiva de unos pocos personajes y unas pocas escenas que por la mera voluntad de jugar con los géneros. Como sea, lo cierto es que Mitre logra que todo ese mundo de las altas esferas vire hacia el espectro de lo desconocido, donde los recuerdos, los sueños y la realidad presente se desfiguran entre sí y exponen algo así como el inconsciente del poder, su parte oscura ajena a la moral.