Mezcla de thriller político y filme de suspenso, la nueva película del director de “El estudiante” y “La patota” se adentra en la vida de un ficticio presidente argentino que debe lidiar con problemas en lo profesional y en lo personal. Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Gerardo Romano, Alfredo Castro y Paulina García protagonizan la muy buena e inquietante tercera película del realizador argentino.
Las cosas no son como parecen. Un hombre entra a la Casa Rosada y su nombre no figura en los registros igual que en su DNI. ¿Alguien anotó mal? ¿O LA CORDILLERA, ya de entrada, nos está haciendo preguntas sobre la identidad, sobre si las personas y sus nombres no siempre se corresponden ni representan las mismas cosas?
El hombre al que han elegido como presidente de la Argentina (Ricardo Darín) se llama de apellido Blanco y su campaña apostó a usar ese apellido como slogan: un tipo común, simple, de barrio, como vos, un tipo… blanco. Se trata de un intendente pampeano en apariencia sin nada que ocultar pero que, en su discreta y casi anodina presencia mediática, parece estar más “verde” que otra cosa. De hecho, tan poco se sabe de él –y tan poco interesante parece su figura– que el que maneja los hilos detrás suyo (un excelente Gerardo Romano) recibe el clásico apodo de “monje negro”. Pero, colores van, colores vienen, finalmente se sabe que la política es un territorio de grises –de variados tonos de grises– y los colores no son tan puros como parecen.
Cuando el presidente y su grupo más cercano –que integran su asistente Erica Rivas, junto a Esteban Bigliardi y Claudia Cantero, además de Romano– tengan su primer y gran compromiso público y de exposición internacional se toparán con otro problema, el primero que empieza a oscurecer el mundo de Blanco. El equipo –junto al Canciller, que encarna Héctor Díaz– tiene que ir a Chile a una conferencia latinoamericana de mandatarios que tratará de construir una suerte de OPEP en el continente, una fuerza plurinacional que tenga peso a la hora de negociar los precios y la circulación internacional del petróleo, el oro… negro.
El hombre fuerte allí es el presidente de Brasil, que tiene el poder, el petróleo estatal y quiere encabezar el equipo. Pero su par mexicano (Daniel Giménez Cacho, a quien pronto se verá como protagonista de ZAMA, de Lucrecia Martel) tiene otras ideas. La diferencia principal entre ambas propuestas pasa por la participación o no de las empresas privadas en el asunto, algo que obviamente interesa mucho en Estados Unidos.
Pero el principal problema para Blanco parece pasar por otro lado. Su hija Marina (Dolores Fonzi, siempre en el tono justo a la hora de interpretar papeles complicados) se separó hace poco de su marido, con el que tiene dos hijos. Y el hombre amenaza con hacer públicos algunos manejos económicos y asuntos personales del presidente. El círculo íntimo de Blanco decide tapar el tema y tratar de centrar la atención de la prensa en el evento chileno, pero por las dudas se llevan con ellos a Marina, una chica que tiene algunos problemas psiquiátricos y emocionales y a la que no le viene mal estar acompañada y relajada en un hotel en la nieve en medio de ese potencial caos.
En medio de la cumbre en cuestión, y pese a los cuidados, Marina tiene un episodio que la deja mal en varios sentidos. Blanco y su gente ocultan el tema y deciden recurrir a los servicios de un psiquiatra chileno para que la ayude a salir de la situación en la que ella se encuentra. El hombre tiene sus particulares métodos (como la reciente HUYE!, película con la que esta casualmente tiene varios puntos de contacto, utiliza la hipnósis), pero es fundamental que su accionar sea discreto y nada trascienda públicamente.
En la sesión se sabrán algunas cosas de Marina y la película entrará ahí en un registro genérico diferente: irá del thriller político a una suerte de relato de suspenso psicológico donde aparece el misterio, asuntos familiares curiosos y un drama con tintes algo inquietantes. ¿Cómo hace Mitre –y su coguionista Mariano Llinás, y su editor Nicolás Goldbart– para combinar estas dos partes tan diferentes de la historia? Bueno, durante una buena parte del tiempo no lo hacen y el espectador puede sentir que está viendo dos películas en una. Por un lado una suerte de muy efectiva, creíble y realista versión local de HOUSE OF CARDS. Y, por el otro, un thriller con tintes hitchcockianos.
¿Habrá forma de combinar ambos universos? La hay, pero no de la manera más clásica, la que el espectador acostumbrado a relatos más lineales puede estar esperando. Uno puede decir que las dos partes de la película se unen después que termina, que de a poco el espectador va entendiendo no sólo cómo las piezas se juntan de manera narrativa sino lo que eso conlleva en términos temáticos.
Se hace difícil adentrarse en los inquietantes temas del filme sin entrar en el terreno de los spoilers. Solo diré que LA CORDILLERA indaga en las zonas oscuras de los políticos y de la política en sí. Sin dar nombres ni usando partidos reconocibles (cada uno podrá elegir y optar quién es quién en una América Latina de extraña composición partidaria, algo parecido a lo que pasaba en EL ESTUDIANTE), el filme deja en claro –como aquella película, de la que en algunos puntos esta podría considerarse una suerte de secuela– que para llegar a ciertos niveles de poder, como dice el propio Blanco, hay que mirar al Mal de frente más de una vez. Y tomar decisiones al respecto.
En esta película irreprochable desde lo técnico, lo actoral (acaso uno de los grandes talentos de Mitre sea sacar las mejores performances posibles de todos sus elencos) y lo temático, cumple un rol pequeño pero clave Christian Slater. Su aparición es un deleite que no solo sirve como curiosidad de casting sino que pone en evidencia las apuestas temáticas más fuertes y audaces de la película, las más reveladoras. Es a través de él (y de su relación con Darín/Blanco) que las historias que parecen separadas empiezan a unirse, como imantadas. Es a partir de ese momento en que LA CORDILLERA empieza a ser una metáfora más clara de los límites y las fronteras entre el Bien y el Mal, lo “blanco” y lo “negro”. Después de todo, esa cordillera es una frontera gris, rugosa y llena de trampas en la que es más fácil perderse que encontrarse.