De Blanco a negro
Pocas veces el cine argentino retrató la política con tal vehemencia como en La cordillera (2017). Mediante la ficción, la tercera película dirigida por Santiago Mitre en soledad, describe situaciones de coyuntura internacional a través de la intimidad de un presidente argentino. La ficción habla de la realidad y nos hace reflexionar sobre ella.
Hernán Blanco (Ricardo Darín) es un presidente del siglo XXI: se muestra como un tipo común, cercano a la gente y no empapado de los vicios históricos de la política. El color de su apellido, Blanco, utilizado de emblema de campaña, se va oscureciendo a medida que irrumpe su hija Marina (Dolores Fonzi), quien revela secretos de su padre. Su apariencia honesta esconde un costado siniestro. Todo sucede en medio de una cumbre de presidentes regional donde se trazan geopolíticas de estado.
Santiago Mitre retrató la política en su primera película, El estudiante (2012), en el micro universo de la Facultad. Subió la apuesta en su segunda producción, La Patota (2015), remake del film homónimo de Daniel Tinayre, al confrontar la mirada idealista de una hija que realiza actividades humanitarias y un padre conservador que oficia de juez. Con La cordillera consuma su película de mayor presupuesto y ambición: el escenario es una cumbre internacional y los protagonistas, mandatarios de la región. Más allá de los nombres y números, Mitre y su co-guionista habitual Mariano Llinás, no bajaron su mirada incisiva sobre los tejes y manejes del poder en esta película. Todo lo contrario, la profundizaron con el retrato de las cabezas de estado tomando decisiones en una situación particular.
La cordillera es una película grande y tiene un elenco acorde al tamaño de su producción: A los mencionados Ricardo Darín y Dolores Fonzi se le suman Erica Rivas, Gerardo Romano, los chilenos Alfredo Castro (habitué en las películas de Pablo Larraín) y Paulina García (Gloria, La novia del desierto), el mexicano Daniel Gimenez Cacho (protagonista de Zama de Lucrecia Martel), y la lista continúa hasta Christian Slater, en un papel clave como el enviado de Estados Unidos.
Para articular el relato, el film comienza con la descripción del universo protocolar alrededor de un presidente, en un tono que vira en la segunda mitad hacia otro de índole emocional –el vínculo padre e hija- que retiene al espectador distraído ante la cantidad información suministrada al inicio. En esa simbiosis, la película juega entre la cumbre de presidentes, con connotaciones conspirativas, y la relación de amor-traición entre un padre y su hija.
Los cambios de la trama se evidencian en la dirección de fotografía de Javier Juliá, que logra tintes metafóricos con un inicio muy lumínico (el color blanco, la cordillera nevada) que va dejando espacio a los contrastes plagados de sombras noir en la segunda parte del relato. En ese punto se pueden encontrar reminiscencias a El ciudadano (Citizen Kane, 1942) de Orson Welles, o Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945) de Alfred Hitchcock.
La cordillera es una película inteligente y adulta que invita a reflexionar al espectador sobre la política actual. En la década del noventa Fernando "Pino" Solanas, Fernando Ayala en los años ochenta o Adolfo Aristarain, también describían alegóricamente lo que ocurría en la Argentina de entonces. Este año Daniel Hendler con El candidato (2017) hizo lo propio. Pero La cordillera es una película masiva, que aspira a ser vista por gran cantidad de espectadores. Por eso es importante su apuesta y su mirada crítica sobre el poder real. Bienvenida sea.