De los estudiantes a los Andes. ¿Qué cuenta exactamente esta lustrosa coproducción argentino-franco-española? ¿Cuál es su mirada sobre el Poder, sobre la intimidad de un dirigente político o sobre los secretos que se agitan detrás de los protocolares encuentros entre presidentes latinoamericanos? No está muy claro a qué apunta este tercer largometraje dirigido por Santiago Mitre, con el que –después de El estudiante (2011) y La patota (2015)– parece ingresar decididamente al terreno de un cine más ambicioso y costoso.
Algunos elementos (como la hitchcockiana música de Alberto Iglesias, habitual colaborador de Pedro Almodóvar) insinúan un clima de thriller, pero el film no busca generar suspenso ni prodiga sobresaltos. A su vez, el hecho de imaginar una reunión de líderes en un sitio alejado de los transitados por los ciudadanos de a pie podría sugerir una alegoría (un poco como Todo Modo, el film de Elio Petri sobre novela de Leonardo Sciascia), pero acá el tratamiento es eminentemente realista y la Cumbre aparece interferida por un episodio familiar algo insustancial.
A decir verdad, La cordillera parece encontrar su sentido sólo como ejercicio de guión atravesado por una forma de extrañeza, creando expectativas para después torcerlas caprichosamente. Algo similar ocurría en La patota, en la que el sufrimiento y la necesidad de justicia de una joven violada terminaban diluyéndose a favor de reacciones más antojadizas.
El despliegue de competencias incluye una suerte de dream team de actores hispanoamericanos, comenzando por el argentino Ricardo Darín y siguiendo por los chilenos Paulina García (vista no hace mucho en Little Men) y Alfredo Castro (Tony Manero, Neruda), Daniel Giménez Cacho (protagonista de la inminente Zama) y otros, encarnando a distintos mandatarios, sumándose la española Elena Anaya (Hable con ella, La piel que habito) como una bella e insistente periodista. Pero el diseño de ese cuadro tiene algo de caricaturesco, completándolo Christian Slater encarnando a un emisario del gobierno estadounidense de razonamientos y procederes bastante obvios.
Como en las anteriores películas de Mitre (siempre con Mariano Llinás como coguionista), en La cordillera los personajes discuten mucho. En este caso, las conversaciones en torno a intereses políticos no conceden sorpresas: habrá quien apueste a un concepto de lo americano más amplio y quienes consideran conveniente aliarse únicamente con países hermanos. Pero esas deliberaciones no revelan demasiada complejidad, como si fueran el eco de algunos unitarios que nuestra TV prodigaba años atrás.
En tanto, las apariciones de la hija del Primer Mandatario argentino (Dolores Fonzi, a quien Mitre le dedica numerosos primeros planos, incluso mirando a cámara) comienzan interesando por traer conflictos más cotidianos a esa Cumbre en la que todos parecen piezas de un ajedrez en penumbras. Pero pronto su personaje empieza a oscilar entre comentarios triviales y un desvarío por el que –hipnosis mediante– fantasías, temores o verdades ocultas parecen surgir sin pedir permiso. Formalmente, La cordillera se circunscribe a cierta sobria elegancia, sin demasiado vuelo ni un aprovechamiento dramático cabal de los Andes nevados que sirven de marco.
El Mal existe dice el eslogan, pero ¿qué es el Mal, según esta película? ¿Quién lo representa o lo ejerce aquí? ¿Acaso la decisión última del Presidente argentino está signada por esa fuerza misteriosa? Un equívoco que termina resultando arriesgado: el pueblo, por ejemplo (todos los que no forman parte de ese grupo de dirigentes poderosos y sus séquitos), es mantenido en un olímpico fuera de campo. Hasta cuando le leen los diarios al Presidente se le da importancia a lo que opinan los periodistas (periodistas con poder mediático, desde ya; de hecho uno de ellos tiene la voz de Marcelo Longobardi) o los presidentes de otros países, pero no partidos opositores, sindicatos u organizaciones sociales. Los anónimos trabajadores que aparecen al comienzo apenas hablan, y el único personaje de peso que no forma parte del gobierno es la confundida hija del Presidente, cuyas complicaciones provienen únicamente de estado de salud y su vida sentimental.
Cuando la periodista española asegura llevar años estudiando “a quienes deciden el destino de tanta gente” (sin que nadie refute ese comentario después) cabe preguntarse si no se está ubicando a la gente en un rol pasivo o decorativo, como si, en buena medida, no dependiera de sus esfuerzos, sus decisiones y sus luchas el destino de una comunidad. De esta manera La cordillera (ensayo de guión más que película), parece ceder, encandilada, a la seducción de los personalismos.
Por Fernando G. Varea