Venderle el alma al diablo
“El mal existe. Y no se llega a presidente si uno no lo ha visto un par de veces”, afirma Hernán Blanco (Ricardo Darín), cuyo ascenso al poder esconde secretos de un oscuro pasado que amenazan con colisionar en el momento menos pensado.
Una intensa campaña enmarcada por el slogan del hombre común ha logrado la victoria de Blanco, el mandatario argentino. Su reciente asunción no parece contar con una base fuerte y los medios cuestionan su liderazgo denominándolo el “presidente invisible”. En camino hacia una Cumbre de países latinoamericanos en Chile, su equipo gubernamental debe ocuparse de mejorar la imagen del presidente mientras tantean una posible alianza económica con Brasil, en contra de la intervención norteamericana.
En medio de un acontecimiento político de semejante magnitud, Marina (Dolores Fonzi), la hija del presidente, viaja a Chile luego de que su ex marido denunciara al gobierno por un hecho de corrupción. Allí, la joven sufre una profunda crisis y su padre acepta someterla a una sesión de hipnosis. Lo que no imagina es que tal terapia podría revelar un misterio familiar que lo coloca a él en el centro de las sospechas.
El director Santiago Mitre vuelve a introducirse en las cuestiones de construcción del poder como ya lo había hecho con su ópera prima El Estudiante (2011), que relataba el proceso de formación política de un joven dentro de la universidad. En esta ocasión, el foco está puesto en las distintas estrategias y elecciones que lleva a cabo el presidente y su equipo para salir beneficiados de una contienda internacional. Se trata de un film que intenta llevar al espectador a una posible cocina del poder, un sitio que resulta ajeno a los ciudadanos comunes.
La película resulta bastante verosímil, con un Ricardo Darín que se desenvuelve adecuadamente en el papel más desafiante de su carrera. En el caso de Gerardo Romano como jefe de gabinete, también destaca gracias a un historial político que le permite más credibilidad al momento de lucirse como una suerte de mano derecha del presidente. Pero quien realmente logra una soberbia interpretación es Érica Rivas en su rol de secretaria. Su papel posee distintas facetas, demostrando un ímpetu rotundo para intentar resolver los asuntos que amenazan la figura del mandatario, como así también un aspecto más maternal y de cuidado que parecen ponerla en el lugar de la esposa ausente de Blanco.
El elemento de thriller psicológico consigue mantener atento al público a la espera de respuestas que nunca llegan a concretarse. De hecho, el misterio carece de un agudo desarrollo que le permita al espectador poder establecer sus propias conclusiones. Esta pieza en ningún momento logra cruzarse con el reto político y tranquilamente podrían formar parte de dos películas distintas. Cabe resaltar la excelente actuación de Dolores Fonzi, cuyas gestualidades hacen lo imposible para que los espectadores puedan conectar con aquellos sucesos del pasado que la atormentan.
Un párrafo aparte merece la cuidada fotografía a cargo de Javier Julia, que acompaña perfectamente la narración. Los planos largos del paisaje cordillerano resultan apropiados para contextualizar la frialdad del comité en torno a las ambiciones burguesas de los diversos representantes. A medida que avanza el suspenso, los encuadres se vuelven cada vez más sombríos y sugestivos y junto a la banda sonora logran regalarnos escenas sofisticadas que colocan a la película en lo más alto del cine nacional.
La Cordillera es una cinta inusual, arriesgada, potente y con grandes interpretaciones tanto locales como internacionales. Sin dudas, y a pesar de algunos agujeros en el guion y un final que puede resultar un poco decepcionante, estamos frente a una de las mejores proyecciones del año que implican un salto de calidad en la manera de contar historias dentro del cine argentino.