Los vericuetos del poder, narrados con maestría entre el inconsciente y la filosofía
Como sucedía en El estudiante y en otro sentido en La patota, films anteriores de Santiago Mitre, La cordillera es una película política, alejada del panfleto. El director parece estar enfocado en observar y estudiar la filosofía y la ética del poder más que en hacer una declaración definitiva. Y lo hace retratando a personajes que son jugadores en el campo práctico de la política, ahí donde las teorías e ideologías se enfrentan con la realidad de las necesidades y tentaciones del poder.
El protagonista de La cordillera es Hernán Blanco (Ricardo Darín), flamante presidente de la Argentina, invitado a una cumbre de jefes de Estado latinoamericanos, en la que tendrá la oportunidad de demostrar su fortaleza y astucia para negociar con sus pares la creación de una organización regional de naciones productoras de petróleo. Mientras discute sus opciones con su mano derecha, Luisa (Érica Rivas), y su influyente jefe de Gabinete, Castex (Gerardo Romano), Blanco tiene que hacerse cargo de un problema familiar que involucra a su hija Marina (Dolores Fonzi).
A partir de la aparición de su hija en el hotel donde se lleva a cabo la cumbre -y de la sesión de hipnotismo a la que ésta se somete-, la película va cambiando de tono. Es el punto de inflexión en el que el espectador que busque un alegato político podría sentirse frustrado en sus expectativas, pero aquél que disfrute del suspenso y aprecie las posibilidades del cine de representar el inconsciente terminará por sumergirse en el film.
Hay mucho de Hitchcock en La cordillera, pero también algo de los thrillers político-paranoicos de los años 70 (Todos los hombres del presidente, Los tres días del cóndor). Este clima inquietante que va tiñendo el film está manejado con maestría en todos los aspectos, en especial en la dirección de actores, que logra extraer lo mejor de un elenco que derrocha talento y en el que cada actor resulta el ideal para interpretar el guión de Mitre y Mariano Llinás (incluyendo a Christian Slater, cuya intervención es breve pero esencial).
Pero en La cordillera no se ven los hechos desde el lado del héroe que investiga lo que hay detrás de las maquinaciones políticas, sino desde la cercanía al propio hombre poderoso que está metido en ellas y a la única mujer que le hace frente. El film no pretende bajar línea sobre cómo debe juzgarse a Blanco. Al final, lo que el espectador piense sobre este presidente ficticio dirá mucho más sobre sí mismo que sobre el personaje.