En el comienzo de La Cordillera, un proveedor llega a la Rosada y debe pasar los controles burocráticos. Lo hace un poco a regañadientes, porque ya lo conocen y las reglas, en Argentina, son maleables a la costumbre, incluso para una institución tan importante como la casa presidencial. Y lo hace por la puerta del costado, acaso indicando la manera en la que estamos invitados a mirar la alta política. En el interior, hay una asistente de alto rango (Erica Rivas), y reuniones previas a la cumbre de presidentes de la región que se celebra en un resort nevado de Chile, hacia donde viaja el presidente, Hernán Blanco (Ricardo Darín, siempre estupendo) y su comitiva.
Ya en este preámbulo, el inicio de un viaje (un cambio), aparece la idea del escaso carisma de Blanco, político de perfil bajo. Y también la noción de que su cabeza está en otra parte, preocupada por su hija (Dolores Fonzi), a la que manda traer a la cordillera. Allí sucede una presentación de personajes, de presidentes: la anfitriona, primera mandataria de Chile, el peso pesado de Brasil, el colega mexicano. Esta primera parte de la última película de Santiago Mitre resulta algo extraña, pero ya intrigante, ¿estamos ante una especie de House of Cards criollo?, ¿importa realmente lo que se traen estos presidentes entre manos, un acuerdo petrolero, o importa más la distracción evidente de Blanco?
La llegada la hija, que tiene problemas psiquiátricos, pone en guardia sutil a sus colaboradores cercanos. Es con la presencia de ese personaje que la película da un giro, se dobla hacia otro lugar, imprevisto, como corresponde, al abrir la puerta a los abismos de la mente de la chica. Porque todo parece ir bien con ella hasta que se produce un brote, un quiebre visualmente literal que obliga a Blanco a dejar de lado la rosca política para ocuparse de ella. En esa especie de segundo viaje, Mitre y su coguionista, el cineasta Mariano Llinás, saltan hacia terrenos que parecen un claro homenaje al Hitchcock freudiano, sesión de hipnotismo incluida, y La Cordillera crece en libertad y sorpresa, en intriga y misterio. El paisaje nevado y los caminos sinuosos que llevan y traen autos oficiales a través de la nada, parece una metáfora contundente de los laberintos internos de ese padre y esa hija, recortados de todo contexto, como abstraídos. Un espacio abierto y a la vez opresivo, en el que se tejen destinos de los pueblos de este continente mientras viejos secretos dolorosos amenazan las apariencias del presente.
La Cordillera es una película notable, pensada, escrita y realizada con inteligencia y madurez, de una gran elegancia en su puesta en escena y que te mantiene en vilo durante sus casi dos horas de duración. Una de esas películas que no debiera ser contada, sino comentada a la salida, como sucedió entre los críticos en los días posteriores a sus funciones privadas. Finalmente, un thriller de esos que, a pesar de su frialdad, parecida al clima de la cordillera, se arma como un rompecabezas cuyas piezas quedan rebotando en la cabeza: ese diálogo, ese portazo, esa mirada.