LA CÓMODA DISTANCIA
Se podría pensar a La cordillera como una secuela más ambiciosa de El estudiante, pero con una sustancial diferencia: si aquel joven militante interpretado por Esteban Lamothe terminaba aferrándose a sus convicciones, casi como una forma de tranquilizar al espectador, en la nueva película de Santiago Mitre se da un procedimiento similar, pero con un recorrido contrario.
Del mismo modo, podría verse a la película protagonizada por Ricardo Darín como una extensión de un capítulo liviano, casi de transición de House of cards, otra creación dedicada a confirmar lugares comunes y explotar un pensamiento consensuado y establecido. Pero aunque sea la serie con Kevin Spacey puede presumir de un mayor arrojo y atrevimiento, una voluntad de explotar bien a fondo todo el abanico de trampas que se pueden encontrar en los pasillos de Washington.
Es que en verdad, detrás de su envase pulido, prolijo, lujoso -y que incluye una sucesión de nombres propios casi prepotente en su elenco-, La cordillera sólo tiene para ofrecer una vacua identidad. Sus conflictos son más bien impostados y altisonantes: la cumbre de jefes de Estado que afronta el Presidente que encarna Darín puede marcar un rumbo a futuro pero no demasiado más, porque apenas si lo pinta como líder político; el conflicto familiar que le surge a partir de la figura de su hija, que viene a explicitar una serie de oscuros sucesos del pasado y el presente, no deja de confirmar lo obvio y esperado. Las trascendencias de las decisiones están impuestas porque lo dice el guión de Mitre y Llinás. En cuanto se piensa un poco el relato, lo que queda claro es que puede parecer que suceden muchas cosas -de ahí el peso de la banda sonora en determinados pasajes-, cuando en verdad no pasa nada.
Precisamente, en el guión podemos detectar una de las claves para la artificialidad e impostación de La cordillera: estamos ante un film cuasi literario, que a pesar de cuestionar explícitamente la metáfora como herramienta discursiva, recurre permanentemente a las figuras metafóricas (por ejemplo, a través de los sueños y visiones de los personajes) para explicar los conflictos; y que siempre necesita apoyarse en la palabra. Sólo en momentos muy puntuales Mitre consigue brindarle dinamismo a la puesta en escena, revelando espacios de poder que no son vistos habitualmente. El conocimiento técnico del realizador es innegable, pero eso no lo convierte necesariamente en un buen narrador, básicamente porque aunque tenga muchas cosas para decir, no tiene casi nada para contar. Por eso en La cordillera no suceden hechos sino discursos, los personajes sólo consiguen definirse desde la palabra y hasta hay un personaje como la periodista que hace Elena Anaya, que sólo está ahí para decir determinadas cosas o hacerle decir cosas a otros personajes.
En esa acumulación discursiva -que descansa particularmente en las sólidas actuaciones de Darín y Erica Rivas-, La cordillera no dice nada nuevo: ni sobre la política, el poder, la ambición, las dinámicas de las relaciones internacionales, los vínculos familiares, y un largo etcétera. Eso ya se podía intuir en los slogans de la película, que dicen que “el mal existe” y que “la ambición no tiene límites”. Allí ya la película se limita de inmediato a sí misma, ya que nunca se pregunta por la existencia del “bien” y sus posibles definiciones o justificaciones. Tampoco se muestra capaz de pensar o explorar las potencialidades positivas del ámbito político, o cómo las convicciones personales deben enfrentarse a determinados escenarios morales; y menos aún por los niveles de responsabilidades individuales y sociales en la construcción de un proceso histórico, por pequeño y efímero que sea.
Lo peor de La cordillera es justamente esa elusión de responsabilidades, nacida del distanciamiento con que contempla los acontecimientos: al igual que en El estudiante y La patota, Mitre amenaza con ser polémico, para terminar hilvanando un entramado tranquilizador para el espectador. Desde lejos, con su frío retrato de la elite política, La cordillera reafirma todos los prejuicios biempensantes, sin ofrecer nada distinto.