El cine argentino es lo suficientemente sólido y diverso como para estar presente en Cannes todos los años. Si el festival requiere un cineasta idiosincrásico y radical, tiene a Lisandro Alonso, Adrián Caetano y Lucrecia Martel, e incluso a varios más; si necesita una veta cinematográfica con fuerte vocación narrativa, incluso de género, puede reclutar películas como Relatos salvajes o Elefante blanco. A esta última línea de cine más industrial y no por ello menos de autor pertenece La cordillera, el tercer largometraje de Santiago Mitre. Es el mejor representante que ha dado ese modo de concepción cinematográfica.
La cordillera es la película más ambiciosa del director. Tiene elenco internacional, las locaciones son variadas y costosas, apuesta a un relato con derivas narrativas secundarias e inesperadas y es políticamente precisa cuando se lo propone. A Mitre siempre le ha interesado filmar el poder y es aquí cuando más a fondo ha llegado a retratarlo. El rostro del poder lo conocemos, pero acá se lo ve desnudo.