Tensión política y psicológica en envase de superproducción en La cordillera, tercer largometraje de Santiago Mitre.
Ricardo Darín es Hernán Blanco, un político de La Pampa que ha escalado posiciones hasta convertirse en presidente de Argentina. Está a punto de partir hacia una cumbre de presidentes latinoamericanos que tendrá lugar en lo alto de la cordillera, en Chile. En ella se tratarán temas relacionados con la energía y el petróleo.
En una reunión de asesores con su gente de confianza, entre los que se cuentan su asistente Luisa (Erica Rivas) y su jefe de gabinete Mariano Castex (Gerardo Romano), recibe la noticia de que el ex marido de su hija Marina (Dolores Fonzi) amenaza con revelar manejos turbios de su campaña como candidato a presidente.
Una vez instalado en el resort de alta montaña lidiará contra los que le achacan su poco carisma y su perfil de hombre común; con el protagonismo del presidente de Brasil, que es a la vez proteccionista de los intereses de la región, y con el presidente de México que pretende que Estados Unidos entre en la alianza. A la vez que decide mandar a buscar a su hija, que sufre de cierta inestabilidad psíquica, para tener bajo control el tema relacionado con su ex yerno.
Así como el cine argentino reciente imaginó una ficción con un premio Nobel de literatura de nuestro país (El ciudadano ilustre), en este caso lo novedoso es situar una acción en un contexto inédito: el de la diplomacia y los lobbies entre mandatarios. Claro que lo que en el primer caso necesitaba una referencia y un pantallazo (la entrega del premio en Suecia) aquí se nutre de toda una apabullante muestra de escenarios impactantes, vestuario impecable, autos de lujo y un hotel cinco estrellas que otorgan una inusual credibilidad para el cine nacional.
Como en un juego de ajedrez en La cordillera se mueven piezas estratégicas para deslizarse en el tablero de la política internacional. Santiago Mitre y Mariano Llinás construyeron un guion en el que las referencias políticas pueden ser muchas, pero con especial cuidado de que los personajes y las acciones no tuvieran una identificación clara con personas existentes y no sea una mera recreación de la realidad, para crear su propia ficción.
En ese sentido, en La cordillera se monta un hecho ficcional, situado en las altas esferas, para hablar de la condición humana y demostrar que las decisiones de cualquier persona -y más de aquellas situadas en altos sectores de poder-, están teñidas de mezquindades y salpicadas por conflictos familiares. Los acontecimientos políticos de lealtades, alianzas y traiciones, que en la primera parte de La cordillera atrapan al espectador por la eficacia de lo retratado, se ven alterados por un hecho de la esfera de la intimidad familiar.
Este suceso parte a la película en dos, cuando tiene lugar algo que parece ser de naturaleza fantástica: la hija del mandatario argentino sufre un brote y para sacarla de ese trance se recurre a un psiquiatra que apela a la hipnosis. De ahí en más la película, que hasta entonces transcurría como thriller político, suma elementos para transformarse en thriller psicológico. Y es de este giro del que se vale para indagar sobre la integridad moral y ética de un personaje: un presidente que toma decisiones personales que influyen en la vida de todos los ciudadanos del país que gobierna.
Con un elenco notable en el que Ricardo Darín deja de ser el hombre común para convertirse en presidente de Argentina, con singular aplomo, se luce igualmente una inquietante Dolores Fonzi. Y, aunque en roles con menos protagonismo, Erica Rivas y Gerardo Romano aportan solidez a un elenco internacional al que se suman el chileno Alfredo Castro (el psiquiatra especializado en hipnosis), Daniel Giménez Cacho (el presidente mexicano) y Christian Slater como el lobista estadounidense. Además de la española Elena Anaya, como la periodista que logra declaraciones claves que resignificarán la trama. Todos ellos le sacan todo el jugo posible a las cortas escenas en las que aparecen.