El sainete de la política en ejercicio es un rompecabezas difícil de armar, se necesita ser observador, mirar cada detalle, estar allí como un depredador en busca de su presa. El universo dirigencial es un mundo en estado cambiante, pero con reglas fijas y arcaicas que se utilizan segun el designio de cada proclama partidaria. Ser un político funcional al aparato estatal implica ser estratega, diplomático e inteligente. Las tácticas son esenciales en este juego llamado “gestión”. El director argentino Santiago Mitre, retoma la patraña de su opera prima, El estudiante, y la lleva a una cumbre de presidentes de estados. En El Estudiante, Mitre, describe el folklore de las dirigencia política universitaria, la militancia y las jugarretas del making off de los pactos y alianzas dentro y fuera del partido. Roque, Esteban Lamothe, es un pibe del interior que llega a Buenos Aires a estudiar a la Facultad de Ciencias Sociales y se enrosca en los caprichos políticos de un veterano militante. El chico de barrio, inocentón, va mutando y va entrando paulatinamente en el juego. Con un final que beatifica una mueca de Roque y la vuelve memorable, El estudiante es una de las mejores películas sobre el mundo de la política.
Bueno con ese ánimo, con esa liturgia de thriller, Mitre se mete en una cumbre de mandatarios de países de habla hispana y los transporta al medio de la Cordillera de los Andes. Hernán Blanco (Ricardo Darín) es el presidente de Argentina, las descripción de su personajes es impecable: Blanco llegó a la presidencia desde el “interior”, es callado, medido en sus palabras, para trasmitir su elocuencia lo tiene a su vocero de prensa – brillante Gerardo Romano-, un tipo verborrágico, ávido en la comunicación, zorro viejo en la política, con el que incluso, tiene discusiones ideológicas. A Blanco no lo acompaña ninguna primera dama, sino que la única mujer que digita su vida es Luisa Cordero (Érica Rivas) su asesora y secretaría, Luisa es la figura femenina al lado del presidente.
Blanco es seductor – tiene la seducción del poder- incluso lo hace con sus pares. Mitre se esfuerza y logra, con un terrible equipo de producción, recrear hasta el mínimo detalle. Hay una escena, unas de las primeras, que retrata el espíritu de la película: la cámara recorre los laberínticos pasillos de Casa Rosada, se pasea por el jardín interior y cae en el Salón de los Científicos, una de las místicas salas de Presidencia, los asesores están reunidos terminando de detallar los pasos a seguir en La cumbre, cuando entra Hernán Blanco, el Presidente, el silencio de su equipo se vuelve sagrado. El respeto, casi temerario al “jefe”, se va a sostener gran parte de la película. La figura de Blanco (su apellido es una ironía) atrae: es oscura, solitaria e inquietante. Blanco llega a ese paraíso helado, y tiene que lidiar con las alianzas políticas y con un drama familiar, que se presenta como si fuera un Mac Guffin, un elemento que impone suspenso y que delimita aún más el lado sombrío del Presidente. Marina Blanco (Dolores Fonzi) su hija, llegara a la cordillera con un terrible estado de depresión, y será la portadora de un secreto.
Las escenas de Marina en estado de catalepsia dan miedo, la película se vuelve amenazante (hay un mal que acecha), hasta incluso incómoda. Y es ahí donde La Cordillera se vuelve poderosa: Mitre (se nota la mano “Llinás” en el guión) se vuelve sórdido, escarba y llega a entrar a ese espacio cerrado, a esa puerta entreabierta, para llegar a un descenlace siniestro. Hay una escena, que para mí entra en las mejores del cine nacional: El presidente Blanco se reúne con un emisario del gobierno de Estados Unidos (Christian Slater), la charla entre ambos, en soledad, es de una astucia y de un desenfado poco usual en el cine argentino. El asesor de la casa blanca viene a interpelar a Blanco y encuentra en él un interlocutor, áspero y sagaz. Darín es Fausto, con sus ojos inyectado de furia, se muestra incluso más malévolo que el propio diablo.
La cordillera es un trhiller político pensando en detalle, una anotamía certera del poder, un espectáculo unipersonal de un “presidente” de fantasía con todos los vicios del ejercicio de su jerarquía. Una apuesta jugada que atrae y que posiciona a Santiago Mitre como uno de los mejores directores dentro de su generación.