La película argentina La corporación es un drama escrito con tinta de ciencia ficción que coquetea con momentos surrealistas.
Hay montones de frases hechas respecto a la relación entre dinero y la felicidad: que el primero no hace a la segunda (¡pero que cómo ayuda!), que hay cosas que no se pueden comprar, que si el billete va adelante todos los caminos se abren, etcétera. El nuevo filme de Fabián Forte aborda ese vínculo desde una trama sólida y compleja. Sólida porque se arriesga a plantar una empresa en el terreno de la ciencia ficción y compleja porque la historia penetra en zonas oscuras de la conciencia.
El actor Oscar Núñez encarna con eficiencia y parquedad a Mentor, un empresario autoritario y exitoso que está acostumbrado a digitar las conductas y los deseos de los otros. Hasta allí pareciera que el director se propuso mostrar una historia realista sobre el ejercicio caprichoso del poder. Pero la cinta se desplaza sin demoras a la ciencia ficción y deja al descubierto la otra corporación, la que asegura y planifica la felicidad del magnate solitario.
Felipe Mentor vive en pareja con Luz, una esposa rentada que actúa de acuerdo al guión que su esposo confecciona a diario para ella. En el parque capitalista es el boletero quien decide cuándo y cómo se ponen a funcionar las maquinitas, pero algo puede fallar en esa sistemática regulación de la emoción artificial. El amor es una cláusula no contemplada en el contrato entre las partes y no hay cheque en blanco que sea capaz de comprarlo. En la dialéctica entre la insistencia del protagonista y las contraofertas de la corporación se negocian grandes caudales de perversión. El filme desciende así a un abismo psicológico y existencial similar, por ejemplo, al de La piel que habito o The Truman show (aunque sin alcanzar el suspenso hipnótico de ninguna de las dos).
Los pasajes surreales, el teatro mágico que se esconde en las entrañas de La Corporación (con un fugaz pero contundente Federico Luppi como anfitrión) exigen que el espectador también forme parte del contrato, aceptando ese universo marionetesco y paralelo en el que no se sabe a ciencia cierta quiénes son los amos y quiénes los esclavos.