La creciente

Crítica de Jorge Luis Fernández - La Agenda

El intruso

La creciente tiene algo de western, pero en rigor parece pertenecer a un linaje de cine argentino que se remonta a La ciénaga. Se ve en Cine.ar.

Una de las escenas más memorables del cine contemporáneo es aquella en que las manos de Gale y Evelle (John Goodman y William Forsythe) emergen de un lodazal, para luego, entre gruñidos y estertores de toda índole, sacar su cuerpo afuera como si la pacha mama hubiera parido. Esta escena umbilical de Educando a Arizona está en las antípodas de La creciente, pero uno no puede dejar de recordarla al inicio de este film nacional que estrena la plataforma Cine.ar, porque hay algo fundante y enigmático, y sí, también algo espurio. Siguiendo la estela de Gale y Evelle, Matías (Cristian Salguero) parece un fugitivo, alguien que –como aquellos de parónimos bíblicos– escapa de la ley, humana o divina, para reconvertirse en un territorio extraño, perteneciente a otros. Lo primero que se muestra son también sus manos, chapoteando torpemente hacia las márgenes del delta de un río sin nombre, pero que no podría ser otro que el Uruguay o el Paraná. Una vez en tierra firme, se desviste y retuerce la ropa para que escurra el agua. A poco de tirarse a descansar, lo recluta un hombre mayor que él, que le da pan, techo y trabajo, todo en precarias dosis. Al hombre lo llaman el Correntino, y dice ser el dueño del lugar, de sus ovejas y sus vacas. Al menos sabemos algo sobre él. De Matías, sobrevuela la impresión de que nunca sabremos nada.

La creciente se presentó cerca de un año atrás, en el último Bafici, donde fue casi unánimemente catalogado como un film con estructura de western. Hay algo de eso, de la sagrada trilogía de Sergio Leone, pero La creciente parece más bien pertenecer a un linaje de cine argentino que se remonta a La ciénaga, un particular universo donde se mezcla una especie de hastío, la propensión a la sordidez, cierta atracción por el sudor de los humedales y una indefinible tensión que muy probablemente termine en la nada. Hay, por ejemplo, algo de Marea baja (2013), el largo de Paulo Pécora, por no hablar de films de Lisandro Alonso como Los muertos (2004). Al igual que ocurre en los films citados, Matías es un solitario con las cartas marcadas desde el inicio. Y existe también una atmósfera opresiva, mutable, que es casi una protagonista central.

El Correntino podrá decir que posee todo, pero en realidad es el dueño de la nada, de una isla que apenas figura en los mapas, y en ese patoterismo de pecho inflado resuenan personajes de tipo folletinesco, como el sublime “doctor” Valerga de Bioy Casares. Desde luego, su calibre no da para tanto. Es a lo sumo un hacendado lumpen que comercia un puñado de vacas de dudoso origen, y es servido por una corte que integran Gaby (Mercedes Burgos), su díscola hija, y Gustavito (Facundo Aquinos), un personaje de avería que parece extraído de Pizza, birra, faso (“el vino, cuanto más caliente mejor te pega”, le dice en un momento a Matías).

No obstante, esta tribu nómade, que habita una casa de chapa de dos pisos construida en falsa escuadra –pero que en el espejismo del campo podría simular, desde lejos, una mansión– tiene su punto de reunión social en el bar de Cacho (Fernando Madanez, un actor que parece Mark Duplass con un par de décadas extra por encima). En el bar todos se sacan la careta y nadie le cree a Matías. “Todavía no puedo sacarte la ficha”, le dice cada tanto Gustavito, mientras talan árboles o cuando toman cerveza a la vista del desconfiado Cacho. La única aliada es Gaby, que más que confiar se le entrega.

Con los condimentos mencionados, tirantes a más no poder, La creciente parece un castillo de naipes que en cualquier momento se desmorona. Si tal cosa no sucede es por la pericia de Nicolás Villalobos, el director de fotografía, y de Paula Ramírez, en dirección de sonido. El sostén estético es notable, y también las actuaciones. Por momentos, la isla del delta resplandece como una pintura de Wyeth, y el bajofondo de la historia parece envuelto en una atmósfera de ensueño, como, de algún modo –y salvando las distancias–, los conventillos surrealistas de Daniel Tinayre en La Mary.

Un tiroteo en la noche depara una huida a oscuras, con reminiscencias de horror gótico y amenazadores sonidos (naturales y artificiales). La tribu, después de todo, tiene su propio culto a escondidas, una versión litoraleña de The Wicker Man.

El clímax es una fiesta campestre con baile de chamamé, globos y banderines colgantes. La cámara rueda sobre su eje mostrando todo el despliegue: los músicos, las parejas que giran como planetas, las aguas grisáceas del río y un cielo crepuscular. En ese momento, Matías se aleja del círculo para hacer una pregunta fundamental. Una respuesta lapidaria, una mirada acusadora, desinflan el acordeón a piano que venía galopando, como cuando en los viejos tiempos la reproducción de un Winco se ralentizaba debido a un corte de luz. La fiesta ha terminado.

La creciente no busca agradar, en absoluto. Pero de algún modo, luego de atravesar un par de escenas escabrosas, entra en un túnel incierto que va a contrapelo del registro realista que pregona el estereotipo de sus personajes. Quizá, porque el único verdaderamente estereotipado es el intruso. Como un feliz accidente, el artificio en el guion de Demián Santander y Franco González resulta la salvación para ese grupo de isleños desamparados, pero aun así conformes en su aislamiento.