La nueva película de Franco González y Demián Santander (que estrena este jueves en el canal Cine.ar y la plataforma online Cine.ar Play) nos narra la historia de Matía (Cristian Salguero), un aparente fugitivo que naufraga en las costas del río Paraná y empieza una lucha por sobrevivir en esas tierras húmedas y desconocidas. No sabemos nada de su vida pasada, pero logra conseguir un trabajo en la estancia rural del Correntino (Héctor Bordoni), el jefe de la zona, un hombre recio y cruel con el que empiezan a surgir tensiones y conflictos. A la vez, entabla un romance con la joven que vive con el patrón (Mercedes Burgos) y, en esta suerte de batalla silenciosa por la supremacía, termina enfrentándose consigo mismo.
El título del audiovisual posee una fuerte carga simbólica, sugiriendo posibles horizontes para los habitantes de esos lares: en algún momento la creciente llegará a la isla ribereña, y los personajes deberán pagar el precio de sus actos.
La película expone varios conceptos y ejes temáticos que sirven para reflexionar, pero lo que más destaca es la explicitación de esa colisión entre instintos primitivos humanos, entre los pecados morales de siempre, que giran en torno a juegos de traición y vanidad que caracterizan a los personajes y los rebaja a eso, precisamente, a lo que son. Estamos en un entorno álgido y desolador donde no existen las leyes y donde sólo hay lugar para las trampas y la supervivencia, y es por eso que los personajes, masculinos y opresores, sacan a la luz toda esa vulgaridad rebosante propia de la animalidad humana que deja expuesta la necedad del que se cree victorioso y triunfador, aunque esté ahogándose en su propia miseria y descomposición ética o moral. Este es el tipo de personajes, los hombres, con los que trabaja la película. Y no nos muestra ni nos cuenta nada nuevo, pero los enmarca en ese ambiente salvaje de una manera eficaz, sosteniendo un tono íntimo y naturalista donde la tensión se va incrementando a medida que el temblequeo de la cámara en mano (recurso más que apropiado) se intensifica.
En La creciente, que contiene reminiscencias a Los Muertos de Lisandro Alonso, se nos está presentando una realidad paralela, real, porque estos escenarios existen y esas historias son mucho más corrientes de lo que pensamos. Veamos: la traición entre pares, la violencia de género y el abuso de autoridad, ¿quién puede negar que son problemáticas que nos acucian a diario? González y Santander seleccionan un contexto singular, y un personaje con el que, a causa de esa contrariedad dramática que generan siempre los protagonistas que llevan adelante la acción, por momentos empatizamos.
Para esto, buscamos la justificación que nos sugiere la película: es preso de su pasado. Además, el correlato y la posible lectura paradigmática que subyace, nos habla de que es el espacio, ese contexto asfixiante, el que acaba por corromper y distorsionar a los personajes. Porque al fin y al cabo todxs caemos presos de los sistemas de poder. Pero los realizadores eligen mostrarnos con crudeza ciertas acciones, desde una escena de sexo hasta el despedazamiento de una vaca (aunque fuera para subsistir). Y entonces comprendemos: los rastros de ese machismo viril extremo están dispersos por todos lados, la inestabilidad moral, el feroz instinto primitivo que nos sentencia, el célebre y contradictorio acto de cobardía humana del “yo no soy ningún cagón” (como bien se jacta Matía) que termina condenando al hombre a su propia perdición, a cavar su propio pozo; lejos de cualquier tipo de redención personal. Y, de esta manera, el contexto natural se exime de toda responsabilidad. El culpable es el hombre.
El tono que predomina en el film es minimalista y naturalista, estructurado en un constante in crescendo: un ritmo aletargado en sus planos que se va tornando inquietante. El relato juega a través de diálogos inconclusos, que abren puertas sembrando la tensión en esos ambientes pantanosos y forestales. La expectativa se instala en la mirada alerta y atenta del espectador, que empieza a sentir cada vez más que algo terrible está por suceder, y por lo tanto se consolida el clima definitivo del suspenso. Se van introduciendo indicios de manera paulatina y minuciosamente dosificada, para generar de manera creciente esa sensación de inestabilidad y fluctuación latente: los directores nos sugieren transformaciones sutiles, leves, que se vuelven inevitables en ese entorno silencioso y aparentemente monótono. El ejemplo crucial de este tipo de indicios se produce cuando el encargado de la cantina toma la decisión de empezar a cobrar $10 por las papitas de copetín que, hasta ese entonces, venía sirviendo gratuitamente. A partir de un factor en principio ajeno y externo al hilo narrativo de la trama principal, el relato nos está anticipando las lecturas posibles; ratificando esos desequilibrios que se van profundizando y agudizando progresivamente hasta que, de algún modo, deberán explotar. La explosión, la colisión, la creciente del río, que se aproximan lentamente.
La creciente de González y Santander no nos trae nada nuevo, pero nos recuerda que, pendientes de la mirada ajena, del sesgo social, apresados bajo una falsa coraza de plástico, nuestras emociones más puras y verdaderas pueden llegar a condenarnos o, incluso peor, no ver nunca la luz.