Llega a Cine.ar Planta permanente (2019), película dirigida por Ezequiel Raduzky que expone la cruda realidad de ciertos entornos laborales donde la explotación y la precarización son moneda corriente, y en donde los personajes optan por ensimismarse en sus conflictos internos en busca de una posible salida o solución que, casi siempre, es obstaculizada por el sistema. Lila y Marcela (Liliana Matínez y la recientemente fallecida Rosario Bléfari, respectivamente) son dos ordenanzas de limpieza de una dependencia estatal, que a la vez sostienen un comedor clandestino dentro del edificio, a donde suelen ir a almorzar la mayoría de los/as trabajadores/as. Todo cambia cuando cambian las autoridades de la dependencia y llega la nueva jefa (interpretada por Verónica Perrota), quien luego de un declamatorio y aparentemente esperanzador discurso de bienvenida, comienza a generar una crisis en la relación leal de Lila y Marcela. Se trata de otra efectiva muestra más de las desigualdades a las que asistimos a diario, cargada de un realismo riguroso y explícito, con personajes que aún en su rutinaria cotidianidad logran cautivar y generar la identificación automática del espectador. Un realismo crudo que se encuadra en los parámetros más convencionales del relato clásico: personalidades contrastadas y contrarias, personajes nobles y malvados, sin medias tintas. La villana es bien villana, así como Lili (la principal protagonista) es bondadosa y cordial y, por eso mismo, presa de sus propios límites y de su propia ambición bienintencionada. Ese ritmo de vida en el que se ven envueltos los personajes nos resulta natural y cotidiano y, sin embargo, a través de los elementos que articula este reciente estreno del cineasta tucumano, nos interpela y nos moviliza hasta la frustración. Sabemos que no hay mucho que hacer al respecto, sabemos muy bien en qué consiste una licitación pública en términos jurídicos, sabemos bien quiénes son los jefes económicos en una institución cualquiera sea, y sabemos que ese posicionamiento jerárquico implica poder simbólico, social e ideológico, más allá del económico. Sabemos que afuera acucian el desempleo, los despidos, las magras condiciones laborales, la flexibilidad contractual y laboral generalizada en la administración pública y en la privada. Todo eso lo sabemos, nos inquieta y nos perturba, pero ¿qué podemos hacer al respecto? Y, principalmente: ¿qué podemos hacer cuando, al mismo tiempo, debemos enfrentarnos con nuestra propia ambición humana? La película de Raduzky, nuevamente, expone una trágica realidad cotidiana desde la mirada algo ingenua pero efusiva de Lila. Resulta curioso, por lo tanto, identificar cómo el cine opera desde los extremos para volver crítico y consistente su discurso. Porque la mirada sesgada, previsible y cargada de prejuicio de su nueva jefa, está exacerbada. La mirada alterada de esa nueva figura de autoridad, y así la caracterización de su estatus como personaje, está llevada al extremo; desde la ironía, desde la parodia y desde el repudio. Y, aún así, se siente más real que nunca.
Cine.ar: La dosis, estreno thriller médico-psicológico de Martín Kraut La ópera prima de Martín Kraut nos plantea un enfrentamiento tácito entre dos personajes que se muestran firmes y seguros (por su oficio o por sus ideales), pero cuya interioridad moral se va descomponiendo y resquebrajando a lo largo de este thriller médico-psicológico, protagonizado magistralmente por Carlos Portaluppi. Image for post El personaje interpretado por Portaluppi se llama Marcos Roldán, un enfermero de alrededor de cincuenta años que transita sus días con penosa cotidianeidad: trabaja desde hace más de 20 años en el turno nocturno de cuidados intensivos en una clínica, vive en un departamento en deplorables condiciones y se alimenta a base de latas de arvejas. Es un tipo agrio y solitario que, no obstante, vive y trabaja con una sospechosa tranquilidad. Todo cambia con la llegada de Gabriel (Ignacio Rogers), un nuevo enfermero que comienza a trabajar en el mismo pabellón que Marcos: un joven entusiasta que se muestra afable y cordial pero que esconde penumbrosos secretos. Marcos los irá descubriendo poco a poco, a medida que la trama nos va envolviendo en un clima oscuro y tenebroso, de aprisionamiento y asfixia en esos espacios grises hospitalarios, donde la muerte es cotidiana y la corrupción política y moral resulta ser más frecuente de lo que parece. El cineasta Martín Kraut nos introduce por momentos en un verdadero clima de terror camuflado en la perversión que se advierte en la mirada de los personajes (esa frialdad de Marcos genera misterio e incomodidad, así como las expresiones inquietantes de Gabriel), en una narrativa que pone en juego ese desequilibrio emocional en los primeros minutos: Gabriel llega a esa clínica con un objetivo bien definido, y sabemos que ese enfrentamiento (que llegará a ser competencia) con Marcos, su colega superior, llevará al extremo esa íntima relación maestro-discípulo que se va tejiendo. Se trata de un planteo muy habitual y repetido en tramas de este género y estilo (basta con recordar un caso argentino reciente: Tesis sobre un homicidio -2013- de Hernán Goldfrid, protagonizada por Ricardo Darín), pero que siempre funciona en términos dramáticos. Lo esencial en este tipo de relatos es el contexto espacial: en este caso, el hospital como ambientación tenebrosa cumple un rol fundamental y funciona a la perfección para representar alegóricamente el encierro y el ahogo interno que empiezan a padecer esos personajes. No se puede decir mucho más de este estreno reciente (que se puede ver por Cine.ar Play hasta el viernes de manera gratuita) puesto que implicaría revelar detalles primordiales. Estamos ante una buena película que puede no llegar a convencer del todo en su segundo acto, debido a que se vuelven explícitas esas tensiones latentes que se venían construyendo de manera progresiva y solapada, pero a la vez se trata de algo que era inevitable. Desde luego, el vínculo tóxico, enfermizo, cuasi-patológico de los protagonistas, viene a plantear interrogantes y debates que trascienden la ficción (como afortunadamente sucede con estos films nacionales que parten de un realismo próximo y extremo que, en este caso, se atreven a coquetear con lo paranormal y lo terrorífico). La mirada aguda de Martín Kraut queda expuesta, porque si bien el conflicto de sus personajes se desarrolla de manera interna e implícita, todo en algún momento explota y queda al descubierto. La perspectiva crítica de La dosis se atreve a poner sobre la mesa debates incómodos y delicados como la eutanasia. Es por eso que, incluso en sus momentos más débiles y un tanto forzados, esta película se resignifica: por su ineludible vínculo con la realidad que nos rodea. La dosis (2020) se puede ver hasta el viernes gratuitamente por Cine.ar Play, luego con un valor de $30.
Estrena en la plataforma de Cont.ar el documental ¡Que vivas 100 años!, dirigida por el realizador argentino Víctor Cruz, que sigue la cotidianeidad de diversas entrañables personalidades de la tercera edad a través de distintos paisajes y territorios: una madre de 109 años con sus hijos de 90, un piloto jubilado, un anciano junto a su inclaudicable caballo y una banda pop de abuelas japonesas. Se trata de un registro documental rebosante de ternura y entereza que nos expone ante cámara la vida plena y -aún así- introspectiva de un grupo de centenarios que prefieren, genuinamente, no dejarse llevar por el prejuicio del ojo ajeno ante la vejez. No podemos hacer caso omiso al sinfín de presupuestos y sesgos cognitivos que nos invaden cuando se hace referencia a la vida en la tercera edad, como último paso antes de abandonar el mundo. Hablamos de un tópico que nos lleva al debate sobre los tabúes y las represiones instauradas acerca de lo que se puede y/o no se puede hablar sobre la ancianidad. Cruz lo exhibe, entre capas y matices que acaso coquetean con cierto aura ficcional desde su puesta en escena, en la entrañable representación de sus múltiples personajes: Pachito Villegas Fonseca, Adolfo Melis, Tomi Menaka, Antonio Cabbidu, Panchita Castillo, Sara Briceño Díaz, Denis García García, entre otros. La apuesta de Cruz nos habla de la vejez como un tema universal, poniendo su mirada en la selva de Costa Rica (en un poblado llamado Nicoya), en Villagrande Strisaili en Italia y una isla del Japón (Kohama), recorriendo cada espacio con ambiciosa meticulosidad y delicadeza, con posicionamientos de cámara testimoniales y atentos que, sin embargo, se permiten invadir cuidadosamente los entornos cotidianos de los protagonistas; y detenerse en sus miradas y en sus rostros en primeros planos sostenidos. El documental se divide y se compone, sagazmente, de varias partes que nos definen un marco contextual determinado y diferenciado (tres continentes distintos), pero que confluyen en ese eje temático global que es la expresión de la vitalidad enérgica y vivificante de sus protagonistas. Lo más significativo, más allá de la puesta en cámara y de la exposición de esos espacios (exteriores, vastos y naturales en su gran mayoría), recae en los testimonios profusos, honestos y espontáneos de Panchita, Haru Yamashiro y los demás. Las reflexiones que estas cálidas personas ofrecen no son tan obvias ni previsibles como, anclados a nuestros preceptos sobre la gente mayor, podríamos llegar a esperar. Se habla del amor y de la familia, desde luego, pero también de la religión y de la inmortalidad, de la afección y de la abyección. La mirada de Víctor Cruz se encarna implícitamente en la labor entusiasta y desinteresada de personajes como Denis (el policía de Nicoya), que transmite alegría y complicidad. Si bien la determinación final del documental es feliz, hay algo en su estructuración formal (compuesta por planos estáticos y extensos que tienden a la idea de la suspensión temporal) que nos lleva a pensar en la melancolía, en el dramatismo y en la irremediable necesidad de una urgente reflexión. Porque en ¡Que vivas 100 años! no todo es pureza y romanticidad: también hay sombras que invitan a la interpelación del espectador, a una apertura hacia la reflexión y la discusión de estos temas o problemáticas que habitualmente desatendemos e ignoramos (presos de un egoísmo consabido) cuando pensamos en los adultos mayores y sus deseos, sueños y motivaciones. ¡Que vivas 100 años! se puede ver a partir de este jueves en la plataforma Cont.ar y el domingo, a partir de las 22, en la Televisión Pública.
En este nuevo documental, Martín Rieznik y Juan Manuel Suppa Altman retoman un álgido debate contemporáneo en donde se tensiona, una vez más, esa mirada dualista y tendiente a una oposición irrevocable a la que estamos tan acostumbrados (la famosa “grieta” que podemos advertir en todo ámbito ligado a lo social). En Una historia de la prohibición se traza un recorrido historiográfico acerca de cómo se forjó el combate a las drogas desde que éstas empezaron a ser un problema político y social, hasta la actualidad; partiendo de las principales potencias mundiales hasta llegar al caso argentino. Image for post La estructura se rige de dos modos que se van alternando: por un lado, una voz en off que hilvana esa narrativa a lo largo del tiempo con un muy acertado material de archivo. Y por otro lado, el documental se vuelca hacia una función más participativa al mostrar al periodista Martín Armada frente a cámara, recorriendo el territorio e interactuando con los protagonistas más recientes que se han visto envueltos en conflictos legales por autocultivo y consumo personal de marihuana. La figura central es Eric Sepúlveda: un joven cordobés que en 2016 fue detenido por poseer aceite de cannabis para uso medicinal (habiendo pasado casi un año en prisión), quien aún hoy espera una sentencia judicial que podría condenarlo a una pena de hasta casi 15 años. En esta pieza documental nos vamos a encontrar con diferentes puntos de vista, pero la mayoría llegan a la conclusión más evidente: la historia de la prohibición de drogas como el cannabis no está relacionada con cuestiones de orden sanitario (está claro que sustancias como el alcohol o el tabaco dañan de igual o peor manera nuestro organismo), sino con intereses de otra índole. ¿Cuál sería entonces la solución más apropiada? Una pertinente regulación, en vez de la restricción o la abolición. “No hay muertes en el mundo provocadas de manera direccional por el uso de cannabis, y por lo tanto no hay argumentos científicos que justifiquen la prohibición”, enfatiza Diego Silva Forné, autor de la Ley de Regulación del Cannabis en Uruguay. Estadísticamente, sabemos que el consumo mundial aumenta día a día, lo cual pone en evidencia el fracaso histórico de las múltiples reacciones y operaciones desplegadas a lo largo del tiempo en contra del cannabis y otras sustancias soporíferas. En síntesis: resulta atractivo encontrarnos con un documental que plantea una tensión primeramente formal y discursiva: ese choque deliberado que define la estructura, al intercalar pasajes de material de archivo (con el exhaustivo repaso historiográfico de la voz off) y momentos de diálogo e intercambio con diversos actores sociales que se vieron atravesados, de alguna u otra manera, por el conflicto (la cámara sigue atentamente a Eric en su cotidianeidad, pero también asiste a un simulacro de allanamiento de la Policía Federal y viaja hasta el Club de Cultivo Canna en Uruguay). El documental, que estrena en la plataforma de Cine.ar, aborda una problemática actual, urgente y acuciante, que nos reenvía a conceptos históricos y universales como la libertad (en el autocultivo), la violencia (en el mundo del narcotráfico) y la violación de los derechos humanos (porque en el medio hay represión política y desapariciones). Una historia de la prohibición se propone abrir el debate una vez más, explorando nuevas aristas a través de su despliegue formal. Por más que no oculta la visión subjetiva de los realizadores (un rasgo latente en el título de la película: es una historia, una posible interpretación), no ofrece respuestas claras, y es acaso esta contradicción la que lo vuelve mucho más atrapante. Una historia de la prohibición (Argentina, 2020) se puede ver en la plataforma de Cine.ar y Cine.ar Play.
Estreno en Cine.ar: un documental que sigue a Mario Reyes, arriero en un pequeño pueblo ubicado en el monte tucumano, quien deberá emprender una peculiar travesía: subir hasta la cima de la montaña para reparar una antena que dejó a la comunidad entera sin conexión a internet. Una película sutil y silenciosa que, no obstante, expone una reflexión profunda y crítica sobre el avance tecnológico. Image for post En Amaicha del Valle (Tucumán), una pequeña comunidad del norte argentino, el servicio de internet sufre un colapso debido a los fuertes vientos que hay en la región. El arriero y guardaparques Mario Reyes será el encargado de subir hasta la cima de la montaña para reparar la antena averiada, junto al ingeniero del pueblo y sus caballos. Señales de humo es un documental que presenta una problemática real, simple y común, y que dispara múltiples reflexiones mucho más profusas y complejas. Lo que se expone en la película, primordialmente, es una reflexión acerca de la cuestión tecnológica como distopía, trabajado de una manera singular, diferente a la mayoría de las producciones que nos hablan de la revolución tecnológica y sus potencialidades tanto productivas como destructivas, según la perspectiva. El otro tópico que prepondera en la película es la cuestión de la incomunicación en este tipo de parajes, que a los seres de ciudad como nosotros/as nos resultan todavía disímiles y distantes. El tema central, más bien, sería el de la comunicación humana en suspensión, sumergida en un estado de incomunicación fluctuante, debido a la irrupción de la tecnología como interferencia y distorsión de ciertos modos de vida que persisten en estas regiones. Al menos eso es lo que leemos desde el punto de vista predominante que elige mostrarnos el documental: el del noble y ajado Mario Reyes. Estamos ante una sutil pieza documental que pone en marcha una serie de mecanismos de puesta en escena que bien podríamos relacionar con la construcción ficcional. No hay miradas a cámara por parte de los personajes, no se evidencia el dispositivo ni “se rompe la cuarta pared”, como solemos decir cuando se llevan a cabo esos procedimientos que exponen el artificio: los elementos que componen el dispositivo del cine. No hay operaciones de este tipo, así como tampoco recursos nodales del tratamiento documental, como el uso de la voz en off o entrevistas de tipo “busto parlante”. Tampoco advertimos estrategias narrativas que nos introduzcan de manera expositiva a la realidad cotidiana de esos personajes; se siembra, en cambio, cierto clima de suspenso, de incertidumbre y tensión constante (a propósito de la temática principal que ofrece la película). Precisamente, las escasas fuentes informativas son introducidas a través de operaciones esencialmente ficcionales (planos panorámicos de establecimiento que nos muestran dónde estamos, planos generales de la casa municipal del pueblo y de las viviendas, etc). Sin embargo, estamos en condiciones de ratificar que se trata de un documental observacional-testimonial, rasgos que se ven corroborados por dos aspectos puntuales que forman parte del universo que inaugura Luis Sampieri: el funcionamiento de la cámara como visión transparente que incorpora la presencia implícita del espectador dentro del mundo audiovisual, y la disposición de actores sociales autóctonos de la zona, propios y auténticos (es decir, la ausencia de un reparto actoral). Lo que más disfrutamos al contemplar Señales de humo, son los aspectos plástico-formales que entran en juego en los encuadres: paisajes amplios, naturales y abiertos que, sin embargo, denotan un riguroso proceso de planificación, diseño y búsqueda estética particular. Lo primero que se nos viene a la cabeza es la idea de una transparencia capturada de manera íntegra y, precisamente, traslúcida, directa, cristalina. Pero, si lo pensamos bien, veremos que en esas imágenes paisajísticas existe un exhaustivo trabajo de construcción desde la fotografía y desde la dirección artística. Por ejemplo, se advierte el uso de contrastes altos en clave baja en las escenas diurnas y nocturnas, siempre en función del seguimiento permanente de la cámara a los personajes. Inclusive en aquellos planos en los que la película pareciera jactarse de su grandilocuencia visual, a propósito del ambiente del monte tucumano (siempre digno de ser admirado), se sostiene un seguimiento puntual y metódico hacia Mario, el protagonista (siempre vemos su figura o su silueta entre las montañas). Son imágenes que procuran cautivar desde su trazado fino y realista. Por lo tanto, la idea de transparencia, esa intencionalidad por “querer mostrar la realidad tal cual es, en un contexto determinado”, se articula en función de una puesta en escena definida de manera tal que nos coloca al borde de la ficción. Y este aspecto, lejos de ser un problema o una flaqueza desde la realización, enriquece a la película. El mensaje (porque al fin y al cabo ese es el eje temático que predomina: la transmisión urgente de un mensaje, o de un llamado de atención) se vuelve eficaz debido a este tratamiento documental observacional/testimonial dialogado y construido dramáticamente. Un tratamiento que instaura un clima singular, que sólo pierde cierto equilibrio cuando Sampieri elige introducir grotescamente en pantalla los mensajes de texto que se envían los pueblerinos por celular (en una clara reflexión implícita acerca de la comunicación como incomunicación, en este tipo de entornos). Los planos que retratan el tránsito cotidiano de otros pobladores de la región, como el artista escultórico tucumano que trabaja meticulosamente en su obra (que es mejor no spoilear), están también muy bien pensados. Image for post Señales de humo estrena el jueves 16, a las 20hs, por Cine.ar. Se repite el sábado 18. Disponible en Cine.ar Play desde el viernes 17 hasta el jueves 23 en forma gratuita. A partir del jueves 30, en alquiler.
osé Celestino Campusano presenta Bajo mi piel morena (2020), una nueva película en donde profundiza su trabajo en torno a los conflictos que atraviesan personajes que son marginados y excluidos por el sesgo social, en un barrio popular de Avellaneda. Se trata de la historia de Morena (Morena Yfrán), una mujer trans que trabaja en una empresa textil y mantiene un amorío con un hombre casado, mientras cuida de su madre anciana. Cada día de su vida se ve obligada a enfrentar la mirada estigmatizante, ajena, ignorante, de aquellos que prefieren odiar a comprender la realidad; pero ella está segura de sí misma y aprendió a vivir con ello. - Publicidad - No obstante, su convicción es severa y confrontativa, no se conforma con la indiferencia ante el odio injustificado, y no teme arrojarle la verdad en la cara a quienes la miran extrañada. Morena es muy amiga de Claudia (Maryanne Lettieri), también transexual, quien acaba de recibirse de docente y se prepara para iniciar su primera suplencia en un colegio donde las tensiones y los conflictos no tardan en llegar, debido a repudios y protestas por parte de los padres de los estudiantes. Al mismo tiempo, esta pieza audiovisual concebida como un documento de vida que aborda desde la ficción un tránsito cotidiano de la vida real de Morena Yfrán, introduce otras dos líneas narrativas que complejizan aún más la trama central: una de ellas, protagonizada por la tercera mujer trans (Myriam, prima de Morena, interpretada por Emma Serna), resulta ser la más interesante y atrapante. En la nueva producción de Campusano se puede interpretar la mirada implícita del director, que en compañía de Yfrán desarrolla una película que busca exponer la falta de tolerancia, una palabra que debiera no existir. Lo cierto es que este relato, tal vez a diferencia de otros recientes, se desnuda completamente de prejuicios y apela a la transparencia de sus imágenes, crudas, reales, despojadas de artificios cinematográficos. Claro está que esto es un rasgo de estilo propio del director, pero no podemos negar que se ve influido por la intervención de su protagonista por fuera de la ficción, y en la intención de transponer un relato que ya había sido documentado previamente a través de material de archivo, que Campusano decide no agregar a la estructura de la película para mantenerse dentro de las fronteras ficcionales. Lo cierto, también, es que ninguna de las tres amigas se muestra como víctima, y esto subyace en la visión que proyecta la película, la de no espectacularizar ni sensacionalizar esa diferencia, entre los/as que comprenden la realidad y la justicia social y los/as que se encapsulan en su núcleo de verdades regidas por un lógica estanca, normada, pautada, que niega la desnaturalización de lo preconcebido. Ellas, las tres amigas, se sostienen a sí mismas, se resisten, se sobreviven, en conjunto, como decíamos: rebosantes de entereza y dignidad, plenas en sus convicciones, sin quejas ni rencores. La película nos insiste con la reflexión, en una historia que deja expuesto el sentido común que nos toca y nos envuelve a todos/as y cada uno/a de nosotros/as, porque el estado de permanente normalidad (en cuanto sistema social regido por normas y modos de pensar y concebir al otro/a históricamente impuestos) nos hace sentir parte de la burbuja social en la que vivimos inmersos. No obstante, Morena y Claudia, aún seguras de sí mismas, deberán enfrentar y confrontar, deberán defenderse por sí solas, porque si hay algo que también deja en evidencia la película es la inoperancia de la intervención policial en este tipo de casos (por ejemplo, cuando Claudia es injuriada y violentada por la madre belicosa de uno de sus alumnos). Precisamente, en relación a esto último, veremos que no son los niños los que ríen burlonamente, los que estigmatizan y vulneran, sino sus padres y el mundo adulto en general. Veremos cómo la no aceptación del desmoronamiento de ciertos supuestos bien instalados, paradigmas sociales del prejuicio común (“el travesti está para satisfacer los deseos de cierto tipo de hombres”), conllevan a la violencia, a la actitud reaccionaria injustificada, y extrema. Esto nos lleva a la reflexión más profunda y trascendente, que cuesta tanto introducir en la mirada enceguecida del grueso de la sociedad: la desestructuración de las verdades previas no es otra cosa que la apertura hacia el descubrimiento incesante de la realidad que nos rodea, que nos atraviesa, que siempre fue negada e invisibilizada y que ahora admite ser comprendida, pero que siempre estuvo ahí. ¿Cómo podemos seguir permitiéndonos desconocer la realidad que nos rodea, mirando hacia otro lado, negando lo que hay frente a nuestros ojos culposos? El cine, en estos casos, insiste con su carga simbólica que busca aflorar el cuestionamiento; en una película que, incluso, se permite cuestionar indirectamente el funcionamiento interno del INADI. Ahora bien, hay que decir que en esta búsqueda de realismo expreso, la verosimilitud de la película tambalea ante la exposición de algunas escenas escritas de manera forzada, buscando cierto efectismo que va en contra de su tono global. Se comprende que estamos ante un audiovisual que flaquea en sus actuaciones, a sabiendas de que Campusano suele trabajar con actores y actrices no profesionales, pero esto atenta contra el clima de cotidianeidad que pretende sostener la película en la transparencia de sus imágenes. En relación a esto, sin embargo, podemos hablar de la exacerbación como recurso estético (presente en la crudeza de los diálogos, la impudicia a la hora de exponer el odio ajeno, la explicitud manifiesta en las escenas de sexo) para terminar de comprender el sentido de la intencionalidad del realizador. No olvidemos que estamos ante una película que, ante todo, se jacta de su personalidad y de su destacado rasgo autoral: la forma condiciona, y justifica, el contenido. Otro rasgo a remarcar, retomando lo mencionado al inicio, es el desaprovechamiento del personaje de Myriam. En medio de este relato de personajes con motivaciones claras y conflictos reales y externos que infaustamente interrumpen diariamente sus vidas, aparece Myriam con su interioridad problemática y su conflicto interno. Myriam, la prima de Morena, es el mejor personaje de la película y el que menos tiempo tiene en pantalla. Precisamente, por su complejidad, por sus capas internas, porque es ella quien niega un conflicto oculto, que se torna evidente en dos escenas muy puntuales. Myriam, trabajadora sexual, refugiada bajo una supuesta protección policial, se ve forzada a mantener económicamente a su familia, presa de su orgullo, de una coraza que solapa un miedo y un castigo tan profundo que ni su prima llega a sospecharlo. Ella se confiesa y habla de esa falsedad empaquetada en forma de cariño, que muchas veces reclamamos y necesitamos (“Necesito ese abrazo falso cuando termina la noche”, declara, en una escena puntual de esta película que, al fin y al cabo, también habla del amor). Resulta imposible no identificarse con este tipo de reflexiones drásticas, a través de un personaje que transita un ámbito hostil donde la denuncia de Campusano se vuelve más explícita y evidente, y alcanza su momento de esplendor. Bajo mi piel morena se estrena en Cine.ar y en Cine.ar Play a partir del jueves 25 de Junio.
Entre los años 1865 y 1870 se desata la Guerra de la Triple Alianza, enfrentamiento militar en donde las naciones de Argentina, Brasil y Uruguay masacraron al país hermano Paraguay. La ópera prima de Fernando Del Castillo inicia introduciéndonos esta información, para ubicarnos en tiempo y espacio y delimitar las coordenadas geográficas (en tierras correntinas, principalmente) donde transcurrirá esta nueva versión de los últimos días de vida del gaucho Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez. - Publicidad - Gauchito Gil es primordialmente un western criollo que pretende vanagloriar al gauchito Gil como figura moral contenedora de toda la nobleza popular, rural y correntina. Estamos ante un relato clásico, con antagonismos marcados y una representación simbólica, elaborada a través de recursos suficientemente explícitos como flashbacks, secuencias oníricas y alucinaciones en primera persona, de un conflicto interno y privativo de la figura eternizable de Antonio Gil. Pronto descubrimos que dentro suyo subyacen miedos reprimidos y saldos pendientes, y si hay algo que lamentamos como espectadores es que no se profundice un tanto más en estos aspectos dramáticos. La película, en cambio, procura mostrarnos el lado más humano de esta personalidad tan célebre que alguna vez existió, narrándonos la historia de una fuga: luego de rescatar a sus fieles compañeros gauchos apresados a manos del infame Coronel Salazar (Claudio Da Passano), Gil decide convertirse en prófugo antes de tener que unirse a las líneas del Partido Liberal, harto de los desagravios y de la muerte que la guerra arrastró consigo, pero a la vez preso de su germen revolucionario. Se trata de un relato de personajes delineados y contorneados de manera un tanto burda y arquetípica, aunque esto último sea una decisión deliberada; y si bien funciona acorde al tono global que adquiere el relato, esta arquitectura narrativa se torna problemática y, en cierta medida, contraproducente en pos de las reminiscencias directas (a modo de homenaje) de una identidad cuasi-religiosa que hoy en día es símbolo y divinidad. Un gauchito Gil al que se alude desde el principio de la película, por medio del título y de intervenciones textuales, y que es alegoría revolucionaria y emancipadora de los sectores populares. Una figura que carga, por decirlo de algún modo, con demasiado peso simbólico. Por eso, el mayor problema está en que, si la intención implícita es capturar el valor místico y suprasensible del gauchito Gil como entidad reverencial y salvadora, pero al mismo tiempo descollante de la más pura humanidad, el relato se autocondena de entrada a cierta reducción del mito en la personificación de un héroe clásico un tanto estereotipado, extremadamente noble y bondadoso (aunque conflictuado), enfrentado a personajes decididamente malvados e inclaudicables. Este contraste tan marcado entre héroes y villanos, tan propio de los relatos épicos clásicos, achata en cierta medida la plegaria de la libertad que Del Castillo nos quiere ofrecer, le arrebata cierto poder simbólico a su historia. Los antagonistas (Salazar y Quintana, el coronel y su subordinado, éste último interpretado por Santiago Vicchi) no son mucho más que seres aborrecibles, que carecen de cinismo y astucia y se muestran torpes y predecibles, rasgos extremos que por momentos hacen tambalear la construcción de la verosimilitud; en una ambientación de época que, por otro lado, está realmente muy bien lograda. Gauchito Gil es la historia de una huida hacia la deriva, de un peregrinaje idílico en manos de un gauchito desafiante y valeroso, moralmente perfecto, que considera que “ser desertor no es ser un cobarde”. Vale decir que al film de Fernando Del Castillo lo acompaña, como decíamos, una correcta ambientación de época y un formidable diseño de vestuario y de fotografía. Roberto Vallejos, en la piel del eterno gauchito de rojizo atuendo, encarna a su personaje de manera convincente y efectiva, y por eso mismo el conflicto central, a pesar de la rigidez que se advierte en los esquemas y los elementos que conforman la trama, se consolida y funciona, en términos estructurales. Lo cierto es que cuando la película se arriesga a integrar sus dosis de espiritualidad y misticismo a la travesía western del gauchito Gil, con la presencia insoslayable de la chamana y su esotérica sabiduría, se logran momentos de mayor plenitud y apogeo. Al menos queda más esclarecida la intencionalidad primera del director, que es enaltecer a la figura del gauchito como objeto de devoción popular, y reconocer su realidad extraordinaria y suprema, que va más allá de lo humano y de lo terrenal, que trasciende un mero enfrentamiento entre un endemoniado coronel y un desertor clandestino predestinado a un fatídico destino. Sin embargo, en términos globales, Fernando Del Castillo se ahorra grandilocuencia en pos de exponer una representación más humana de Antonio Gil, un amigable, noble y buen amante gaucho, que se encuentra contrariado internamente, producto de la devastación bélica. Los cimientos narrativos de Gauchito Gil se resquebrajan al ser sostenidos por un conflicto predecible y regido por un esquema actancial un tanto superfluo que, por esto mismo, va en detrimento del enaltecimiento del mito popular, y lo simplifica en un relato lineal de escasas aristas. No está mal pensar en el gauchito Gil como un épico western clásico de tinte regional, pero en la intención por extremar los elementos y personajes que forman parte del relato (buenos muy buenos versus malos muy malos) y en el fuerte arraigo que, de todas formas, se sostiene con el gauchito Gil en tanto visión espiritual y suprahumana del mito, se debilita la verosimilitud y la fuerza narrativa de la trama. En la película, por tanto, hay aspectos que funcionan y otros que no. Sin embargo, está latente la idea de un periplo eterno y sin retorno, apasionante, que desemboca en la inmortalización de una figura sagrada que luchaba en pos de una noble causa revolucionaria, y en contra del orden preestablecido. Que nos sirva esta película, aún en sus irregularidades, para pensar en un lado más humano de esta figura reverencial ineludible que es el gauchito Gil. Gauchito Gil se puede ver en Cine.ar y Cine.ar Play, por alquiler, a un valor de $30.
La ópera prima de Luciana Bilotti, realizadora mendocina, comienza con una secuencia de material de archivo videográfico, introduciendo un planteamiento inicial que parece anticipar un tratamiento híbrido entre las fronteras (a veces difusas) de la ficción y el documental. No obstante, este posicionamiento no se sostiene durante la totalidad del audiovisual, y las piezas de archivo personal (provenientes de la temprana infancia de Luciana) se reducen a una simple acotación primera: resaltar que se trata de memorias personales, de algún modo imborrables, las que funcionan como principal fuente de inspiración para la película. Si bien este recurso adhiere cierto trasfondo y una potente carga emotiva al material, lo cierto es que el resto de la película funciona independientemente de esta aclaración introductoria. Aunque, claro, podemos interpretar que este arranque tan optimista deja entrever un posible juego de tensiones familiares latentes, que irán en contraposición a estas primeras imágenes cargadas de ternura, niñez y fecundidad. En Camping presenciamos la historia de un matrimonio en crisis (interpretado por Ivana Catanese y Diego Velázquez) y su hija (Martina Pennacchio) que viajan a pasar unos días a aquél sitio que el propio título anuncia; allí se encontrarán con otra pareja amiga, y se volverán más explícitas las tensiones previas de un amor que ya no lo es tanto. La película nos introduce en los relieves escabrosos y tensiones reprimidas de una relación intrafamiliar, reflejados en los ojos inexpertos, pero genuinos, de una preadolescente de doce años. Estamos ante una historia ya conocida, pero narrada de manera audaz, exponiendo un conflicto interno, privativo, en la mirada de una joven niña; generando así una serie de contrariedades propias de los recursos estéticos del cine: la focalización interna preeminente en la niña, pero el conflicto central circunscrito en las asperezas y monotonías del mundo adulto. La ineludible conexión disonante entre la concepción de camping (hábito que nos remite a la idea de un entorno de descanso, de reposo y de receso) representado desde una atmósfera de encierro, de agobio, de clima asfixiante debido a los pesares que cargan los protagonistas, es lo que resalta en la película. Se trata de un relato que ilustra con eficiente realismo tópicos comunes y humanos como el aprisionamiento personal y el ahogo familiar, situando a los personajes en un ambiente contrastante que funciona perfectamente para el oxímoron; eso es este camping. Allí se van a descubrir (o sugerir) los debates inconclusos, las verdades no dichas de la convivencia cotidiana, rutinaria y alienante; ratificando que las problemáticas personales no se curan abandonando el hogar. Sin embargo, no podemos eludir la resignificación de este tipo de estrenos nacionales respecto al contexto excepcional que estamos atravesando: el encierro, tanto físico como simbólico, nos hace reflexionar aún más. La película juega a sugerir esta tensión creciente de la pareja de modo indirecto, a través de diálogos, miradas, e inclusive desde las condiciones climáticas de la estadía en el camping. Acechando, se encuentra Estefanía (la niña protagonista, interpretada por la encantadora Martina Pennacchio), jugando con su amiga Sofía (Zoe Gatica) pero a la vez observando, atendiendo a los conflictos de manera solapada y astuta. Dos mundos que se entrelazan, paralelamente, pero condicionados entre sí; dos mundos siempre a punto de colisionar: la inocencia infantil, las tensiones del primer deseo… y la rigidez y el sinsentido del mundo adulto. Personajes adultos luchando por adaptarse y adecuarse a ese ritmo de normalidad inquebrantable en el que viven inmersos, en vez de hacer algo al respecto. Las niñas, entretanto, procuran no caer en esa trampa mortal, conociendo lo desconocido, bordeando lo prohibitivo. Pero frente a ellas está la expresión de la negación, de la inevitabilidad, de la costumbre asumida, del rencor inexorable. “El futuro es gris”, parecen exclamar esos rostros impiadosos de la gente grande, que miran fijo y hablan poco, aunque sepan muy bien que las niñas no son ciegas, que ellas descifran las miradas, descubren secretos, temen a la oscuridad y a los sapos pero son capaces de encontrar paquetes de cigarrillos escondidos. Todo este clima de estancamiento sentencia a la película, de manera deliberada y buscada, pero como espectadores nos quedamos esperando un quiebre que nunca se termina de explicitar. Debemos tragarnos toda esa tensión y hacer algo al respecto, posiblemente mirar alrededor: en tiempos de confinamiento forzado y obligatorio, nos queda reencontrarnos y redescubrirnos a nosotros/as mismos/as (como hace Luciana Bilotti con esta pieza audiovisual tan personal), repensar nuestros vínculos afectivos, familiares y, quién sabe, abrir o cerrar puertas que permanecían entreabiertas. Si bien algunos momentos de roces se vuelven algo forzados, el conflicto constante se sostiene en la expresión colectiva de un elenco que funciona realmente muy bien, en una historia que desnaturaliza este tipo de crisis absurdas y complejas a la vez. Después de todo, como en este clima de cuarentena, resta volver a la normalidad. Pero, ¿se puede realmente volver a la normalidad? Nos queda pendiente la reflexión. Camping (2020, Argentina) dirigida por Luciana Bilotti estrena por Cine.ar y Cine.ar Play.
Canela (2020), la nueva película de la cineasta rosarina Cecilia del Valle, estrena en el marco del lanzamiento de una nueva plataforma de visualización de cine argentino. Debido al contexto de emergencia sanitaria actual, y en pos de ofrecer nuevas posibilidades de streaming y reproducción de cine nacional, el INCAA presenta “Puentes de cine”, una web realizada por la Asociación de Directores de Cine “PCI” que funciona a modo de sala cinematográfica virtual, y también ofrecerá otro tipo de experiencias (como charlas con directores, actores, y exhibiciones especiales). - Publicidad - En esta nueva película, cargada de realismo y de transparencia (por el modo de evidenciar la realidad de su protagonista), se nos presenta la historia de Canela Grandi Mallarini, una mujer trans que ronda los 60 años (la película es el resultado de un proceso de aproximadamente seis años de producción) que debe volver a enfrentar sus miedos y sus preconceptos cuando se plantea considerar seriamente la finalización de su proceso de hormonización femenina. Ella es arquitecta, docente en la universidad, madre de dos hijos, abuela, cuidadora de su madre anciana y trabajadora compulsiva. Las complejidades cotidianas que la atraviesan se van descubriendo en una película que nunca se corre del punto de vista de Canela respecto a su vida; pero que nos permite dilucidar su interioridad problemática y desentrañar ese conflicto, acaso identitario o existencial, que vive dentro de ella, y que ella misma, en su avasallante encanto y su actitud inclaudicable, no se atreve a terminar de resolver. La directora nos invita a recorrer todos los espacios y los lugares comunes que transita Canela en su día a día, para luego detenerse en esos momentos en los que la protagonista se enfrenta ineludiblemente con sus inseguridades, como cuando se propone comunicarle sus nuevas intenciones a sus dos hijos, o como cuando cuida de su madre, quien todavía no termina de concebir la decisión de su hija. La película no apela al dramatismo o al efectismo, sino que trabaja desde la naturalidad, sosteniendo una tensión documental que se permite fluctuar y confundir al espectador (lo cual funciona a la perfección, porque nos genera un mayor interés en la historia real de ese personaje). Si bien el seguimiento y el tono documental atraviesan a la película de principio a fin, lo cierto es que estamos ante un relato que traza sus propias coordenadas ficcionales. Podríamos decir que se percibe un coqueteo constante entre el tratamiento documental y el de la ficción, y esto es un logro singular de la película. El formato documental clásico y expositivo, estructurado a través de imágenes de archivo, voces en off y/o entrevistas a cámara al estilo “busto parlante” (como se las define en el ámbito televisivo), muchas veces corre el riesgo de generar un posible distanciamiento simbólico con lo que se está exponiendo en imágenes. Esto es un tema complejo y problemático, que invita a una reflexión profunda que definitivamente no viene al caso; el punto es que en la nueva película de Cecilia del Valle esta opción estética no hubiera funcionado, por las intenciones específicas que tiene el relato. En Canela se evidencia un seguimiento de personaje de estilo documental testimonial (acentuado en la cámara) pero con una narrativa propia de la ficción, y esto habilita de manera eficaz la empatía del espectador con la protagonista. Al mismo tiempo, la directora estructura las escenas y el recorrido de Canela (en un principio rutinario y cotidiano) de tal manera que se permite presentar y exponer en la película la mirada (y el posicionamiento) de todas las personas y los vínculos afectivos que forman parte de su vida, tanto los de su presente como los de su pasado. Esto último también representa un hallazgo, otro logro efectivo de la película, que nos ofrece una mirada general que se va agudizando y afinando a medida que avanza el relato, introduciéndonos en los distintos modos de ver, en las diversas formas de concebir la realidad de Canela como mujer trans, que tienen las personas que la rodean. Insistimos, por lo tanto, en comprender a Canela como una enternecedora pieza audiovisual, que logra conmover y narrar una historia real desde la compasión (con oportunas dosis de humor), que trabaja un híbrido entre documental y ficción. Es precisamente a partir de este tratamiento de tensión documental, que genera una zona de ambigüedad constante, que el film logra conectarnos con las vivencias de su protagonista, identificarnos, interpelarnos, transportarnos hacia esa realidad que vive esa mujer que se propone tomar una decisión crucial en la ciudad de Rosario. También nos permite remitir automáticamente a la conexión lógica con el contexto, aquello que está explícito en el audiovisual desde el primer minuto: la película funciona como recorte de un concepto general, la historia personal y el debate íntimo de Canela es un caso entre miles de mujeres trans de edad avanzada que atraviesan este mismo tipo de conflictos internos y disyuntivas. Por último, vale destacar un giro dramático que la película introduce en referencia a un amor de la vida pasada de Canela, cuando su autopercepción y concepción de género era otra. En la película, la propia Canela le confiesa a su psicóloga, entre risas nerviosas, que no puede evitar enredarse en sus desórdenes internos cuando piensa en sus deseos, en sus pulsiones, en las afecciones eróticas y sexuales que más la movilizan; en por qué siente que no puede permitirse desear a otra mujer trans siendo ella misma transgénero. En cierta forma, con este nuevo interrogante implícito que siembra la película, Cecilia del Valle y la propia Canela Grandi Mallarini nos recuerdan una vez más que todos/as somos parte de esto, y que todos/as nos debemos este tipo de reflexiones. Canela estrenó el 14 de mayo en la web de Puentes de Cine, disponible en el siguiente enlace: https://play.puentesdecine.com.ar/
Leónidas (Nicolás Goldschmidt), es un joven Huarpe que se encamina a ser el líder de su comunidad, pero al enamorarse perdidamente de Lourdes (Guadalupe Docampo), la hija del terrateniente blanco del pueblo, tuerce inevitablemente su destino. Ambos escapan, se enfrentan a sus familias y emprenden un camino atravesado por el amor y por la venganza. - Publicidad - La narración se desarrolla en dos líneas temporales. En el plano temporal del presente, los enamorados viajan a bordo de una camioneta por las calles áridas, envueltos en una especie de road movie con toques de western, y en un clima distópico que invade el ambiente. En la otra línea temporal, la del pasado, se nos expone cómo se conocieron y las consecuencias que esto acarreó para sus respectivas familias, tan diferenciadas entre sí. La trama de la historia de amor (llamémosle así a la línea temporal del presente, aunque el amor entre Leónidas y Lourdes sea el eje central de toda la película) escapa al realismo, genera un distanciamiento, tanto narrativo y dramático como estético (cielos violáceos, flashes oníricos, planos románticos que persiguen la poesía visual y priorizan la función plástica de la imagen por sobre la narrativa). En cambio, en las secuencias del pasado, donde el acento está puesto en las tensiones y oposiciones insoslayables entre el malvado terrateniente (un espeluznante Daniel Aráoz) y Leónidas y su familia en los asentamientos Huarpes (comandados por su padre, interpretado por Juan Palomino), el tratamiento cinematográfico atraviesa más un realismo exacerbado, crudo y sucio. Podríamos decir que la articulación de estas dos tramas no termina de funcionar, porque en cierta manera se agotan los recursos (la violencia exagerada, los diálogos emotivos extremados). El relato romántico, que procura ser el eje central de la película, no se construye progresivamente ni de modo lineal, sino que se nos sirve de entrada, y a partir de entonces la trama suprime cualquier atisbo de ambigüedad narrativa y misterio: será la historia de un amor sometido, con dos protagonistas que no dudarán en llegar hasta las últimas consecuencias para luchar por la pasión cegada que los une, y que los fortalece. Además de amor, hay deseo de venganza y odio contenido, pero también miedo, hacia el monstruoso personaje de Aráoz. Ahora bien, aclarado esto, lo cierto es que a la historia de amor le falta química entre sus personajes y el carácter etnográfico que adquiere la película en ciertas escenas resulta mucho más significativo y enriquecedor para las imágenes que se exponen en pantalla, para justificar esa violencia explícita y esas salpicaduras de sangre. Si había que huir del realismo, de sus cánones y sus patrones de construcción dramática, la subtrama del enfrentamiento por las tierras desamparadas era el recorrido más adecuado para este intenso relato que deambula entre los géneros del western, el thriller, el terror fantástico con tintes de misticismo, y una romántica road movie. Hay que decir que Tamae Garateguy ya tiene más que fijados sus modos de hacer (la consolidación de un rasgo de estilo propio y personal); basta con remitir a Mujer Lobo (2013) para terminar de comprender cómo define la realizadora su búsqueda ético-estética a través de lo que se conoce como cine de género. En Las furias ocurre que la disrupción ante una trama aparentemente realista, que incluye un trasfondo social y coyuntural urgente y acuciante (el desmantelamiento de las viviendas y los asentamientos de las tribus de los Huarpes en el Cuyo), nos lleva hacia un camino regido por la exacerbación de la violencia en medio de una trágica y pasional historia de amor. Tal vez esta excusa narrativa del amor prohibido, estructurado a través de imágenes de potencia gráfica y ambientes exteriores bañados en tonos cálidos y sepia, no funcione del todo, pero no podemos negar que estamos ante personajes con motivaciones fuertes y marcadas. Precisamente, el relato no se cansa de acentuar el rol del principal antagonista, que desencadena una serie de obstáculos dramáticos encarnados en nuevos oponentes de menor rango (la presencia de las fuerzas policiales es esencial en este punto, así como la chamana de los Huarpes). Las furias defiende su trama principal desde un principio, su emocional historia de amor, enmarcada en un contexto espacial que hace que la película levante vuelo y no decaiga en un estilo de narración por momentos irónico, que roza lo absurdo y lo bizarro. Son esos rasgos del entorno, del ambiente, de la aridez de los paisajes nublados por el polvo, de los asentamientos Huarpes al lado de las calles ripiosas, los que resignifican a la película de Garateguy. Son esas secuencias de montaje con conjuros, esos desencuentros, esa violencia explícita desmedida en tierras de los Huarpes, los momentos que mejor definen a la película. Sin dudas el relato funciona mejor cuando se entrega a la etnografía, trabajada desde un realismo extremado, a través de la hipérbole y el impacto, exhibiendo la impureza irracional del salvajismo humano, que vive siempre en la mirada cruel de los poderosos, de los patriarcas de la Historia argentina. Ahí yace el atractivo principal, y en esas instancias es donde más se lucen los intérpretes, embebidos en una sobreactuación deliberada. Podríamos decir que la trama de la historia de amor, en su insistencia por lo explícito de las imágenes, niega el misterio y la construcción progresiva de una narración que no deja de ser clásica, por sus personajes fuertemente motivados y un conflicto concreto. La fuerza simbólica del título, Las furias, encuentra más su sentido en esa significancia propia del ser identitario de las tribus Huarpes, de la mirada del otro, del sesgo estigmatizante de la sociedad en los tiempos actuales, el clima de alarma constante que esto conlleva; y menos en el pretexto de una historia de amor entre la hija del hombre blanco y el hijo de la comunidad indígena sometida. Las furias. Argentina, 2019. De: Tamae Garateguy. Con: Guadalupe Docampo, Nicolás Goldschmidt, Daniel Aráoz, Juan Palomino. Se puede ver por Cine.ar este jueves 7 a las 22 (repite el sábado a las 22). Disponible en la plataforma Cine.ar Play desde el viernes 8.