Si alguien redactara algún artículo sobre la influencia del Paraná en el cine argentino (un texto parecido a éste que Fabiana di Luca y Juan Bautista Duizeide escribieron sobre la relación entre el mismo río y nuestra literatura), debería incluir La creciente entre las películas que explotan la faceta oscura –precaria, inhóspita, peligrosa– de las islitas apenas habitadas. En este catálogo, la ficción de Franco González y Demián Santander se ubicaría cerca de La León de Santiago Otheguy y lejos de El rostro de Gustavo Fontán.
De las aguas amarronadas emerge un joven de pasado desconocido, silenciado y por lo tanto sospechoso. Con este rol principal Cristian Salguero se luce tanto como cuando coprotagonizó la memorable El invierno de Emiliano Torres: además de talento interpretativo, el actor misionero posee la destreza y resistencia físicas necesarias para encarnar a un fugitivo devenido en peón de campo.
El título que González y Santander eligieron para su obra adelanta el papel dramático acordado al río. El mismo Paraná que escupe al forastero en una orilla rara vez frecuentada podrá llevárselo en cualquier momento, según amenaza el rival a cargo del también versátil Héctor Bordoni.
Como las crecientes fluviales, la amenaza en boca del Correntino avanza de modo inexorable hacia el extraño que desestabiliza la rutina del poblado habitado por unos pocos isleños. La ausencia de grandes golpes de efecto narrativo invita a pensar en esas crecidas subrepticias, que no se anuncian pero, como aquéllas que sí lo hacen, terminan arrasándolo todo.
La fotografía de Eric Elizondo contribuye a la ilusión de un río manso, por momentos estancado, y sin embargo amo y señor de las tierras que recorre, baña y a veces inunda. Los registros sonoros de Arian Frank y Paula Ramírez ofrecen indicios del o los peligros latentes.
Con perdón del encasillamiento trillado (y de origen foráneo), el film retoma elementos del western, en especial de aquélla subcategoría donde se hospedan los extranjeros que alteran el orden establecido no sólo por Ley con inicial mayúscula sino por las reglas que fija un hombre autoproclamado jefe, dueño, autoridad. La propiedad privada –de bienes materiales y de seres humanos– se convierte en motivo de enfrentamiento cada vez más violento entre el (anti)héroe recién llegado y el mandamás hace tiempo afincado.
Fiel a otra característica del género mencionado, Matías y El Correntino también se disputan la compañía de una joven mujer. La prometedora Mercedes Burgos encarna a la muchacha en cuestión.
Algunos espectadores preferirán relacionar La creciente con cierta tradición gauchesca. Desde esta perspectiva, parte de la acción transcurre en un rancho destartalado y en la versión moderna de una pulpería, no de una cantina o cantine. Por otra parte los isleños carecen de sheriff u otro tipo de comisario; el Estado punitivo figura apenas representado al principio del largometraje, a partir del sonido del motor de una lancha presuntamente oficial.
El célebre payador moreno que se batió a duelo con Martín Fierro comparó la Ley con la lluvia («nunca puede ser pareja») y con un cuchillo («no ofiende a quien lo maneja»). González y Santander parecen aludir a una ley superior (aquélla «del destino» diría el gaucho imaginado por José Hernández) cuando arrinconan a su protagonista contra las cuerdas de la fatalidad. El Paraná se revela entonces como un instrumento del sino que impone su voluntad de manera progresiva, pero sin concesiones… como la creciente que los personajes del film mencionan con absoluta naturalidad.