Depredadores y vacas tristes.
Poco importa el desenlace de este relato anclado en lo salvaje y en esa idea minimalista que forma parte de su valor agregado porque en La creciente se respira una atmósfera opresiva, donde el instinto de supervivencia dicta las normas de un sistema del sálvese quien pueda para un reducido grupo de personajes.
La amenaza latente de un río, que antes que nada separa un mundo de oportunidades y otro de estancamiento, supone entre los personajes la chance de fuga y cierta equiparación entre los “pillos” como el extraño, protagonista, quien llega nadando y con enorme ímpetu depredador y aquellos “no pillos”, que habitan ese espacio de vacas tristes y árboles que se talan.
El cuatrerismo, entre otros elementos que alimentan conflictos y ambiciones, marca el ritmo de esta historia seca, de personajes secos en sus decires y en sus actos, para entregar desde la misma sequedad -valga la paradoja tratándose de un río en el que la planicie acuática encarna un rol protagónico- un retrato justo de los márgenes y sus orillas sociales, que están del otro lado del río y que llegan en cuentagotas a las pantallas -ahora virtuales- de cada uno de los eventuales espectadores encuarentenados.