El brillante director de Buscando el crimen, Tres son multitud, Los excéntricos Tenenbaum, Vida acuática, Viaje a Darjeeling, El fantástico señor Fox, Moonrise Kingdom: Un reino bajo la Luna, Gran Hotel Budapest e Isla de perros filmó esta oda -y réquiem- a la edad de oro del periodismo con un multiestelar elenco, que incluye- a Benicio Del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand, Timothée Chalamet, Jeffrey Wright, Mathieu Amalric, Bill Murray, Owen Wilson, Christoph Waltz, Edward Norton, Jason Schwartzman, Liev Schreiber, Elisabeth Moss, Willem Dafoe, Saoirse Ronan, Cécile de France, Jason Schwartzman, Henry Winkler y Bob Balaban.
En un mundo mejor que el nuestro existe una redacción donde el periodismo se confunde con otros excitantes oficios; una publicación que es más bien una utopía. Se trata de The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, de nombre tan rimbombante como refinada es cada una de sus creaciones. ¿Es una revista o es una pieza de orfebrería? Son ambas cosas, como sucede, de hecho, con las películas de Wes Anderson, autor asentado desde hará ya más de dos décadas en un impresionante estado de pleno control de sus aptitudes artísticas. La crónica francesa es la enésima confirmación de ello.
El punto de partida de esta nueva aventura es, de hecho, su punto final, y tiene sentido porque lo que aquí cobra vida (a saber, una cariñosamente caricaturesca representación de esa “edad de oro del periodismo”) es algo que ahora mismo apenas sobrevive como el mito de un pasado mejor. La nostalgia de esos cuentos romantizados de la infancia vuelve a lucir como uno de los principales motores en este sofisticadísimo aparato.
Titular: “Muerte de un editor”. Entradilla: “Fallece el alma mater de The French Dispatch, la revista confirma su cierre”. Se acabó lo que se daba, como en la vida real, solo que en esta irresistible fantasía se concede a los artistas aquello que todo gran profesional se merecería: una despedida digna, por todo lo alto. Esta película es la versión fílmica de ese último gran número; esa traca final que debe permanecer para siempre en la memoria del lector/espectador.
Y, en efecto, la película se comporta como un espectáculo pirotécnico. Si parpadeas, te lo perderás. No se puede concretar el qué, pero algo será, seguro: un gag visual, una referencia cultural, una filigrana con los subtítulos, un chiste dialogado, un gesto arrebatador, una pirueta con el lenguaje cinematográfico nunca antes vista… algo. Este ritmo y esta inventiva, igualmente demenciales, podrían ser agobiantes, pero no, en realidad no hacen más que animar a lanzarse sucesivos visionados para descubrir en ellos estos secretos que han pasado inadvertidos en el primer contacto. Wes Anderson vuelve a erigirse en súper-dotado maestro de ceremonias para un espectáculo que entiende la artificiosidad cinematográfica como gran construcción capaz de hermanar todos los territorios y disciplinas que en ella residen.
Es el carácter total del séptimo arte: en varios momentos no sabemos si esto es palabra escrita o filmada; si estamos en la Francia de principios del siglo XX o en los atemporales campos de maíz de Estados Unidos. En realidad, es todo a la vez, porque todo cabe en las casas de muñeca de Wes Anderson y, cuando parece que no, se abre un compartimiento secreto y de él sale un nuevo personaje, una nueva situación, un nuevo universo. Todo se transforma en cuestión de décimas de segundo: puertas, paredes y escenarios correderos se combinan con virtuosos travellings laterales: como en la línea de montaje de un producto que parece que solo pueda existir en un sueño.
Y es exactamente así. En esta factoría de fantasía cada trabajador aporta su precioso grano de arena. La frase empieza con una voz y termina con otra. Del mismo modo, la publicación no se termina hasta que todos no hayan entregado su pieza asignada: una guía de viajes, un ensayo artístico, una crónica política, una crítica gastronómica, un obituario. Y ya está, a la rotativa. Esto es un juego en equipo y cuando cada pieza está afinada (Wes Anderson, por supuesto, pero también las exquisitas partituras de Alexandre Desplat y esa fotografía de Robert D. Yeoman en la que primer y segundo plano comparten la misma nitidez) el resultado final es, literalmente, para enmarcar.
En un momento, ya hacia el final del tercer acto, irrumpe una escena de animación y la verdad es que la ruptura con respecto a lo que hemos visto hasta ahora es mínima. Porque el cine (en imagen real) de Wes Anderson se construye a partir de miles de imágenes hechas empezando de cero: un lienzo un blanco que, de repente, aparece cargado con mil detalles; con mil simetrías. Un festín desbordante, un escándalo. La crónica francesa derrocha amor en cada uno de sus fotogramas, tanto como el trabajo, dedicación y arte que encierran las páginas (a color y en blanco y negro) de la mejor revista del mundo.
Si en Gran Hotel Budapest Wes Anderson reivindicaba el peso autoral que el narrador puede tener en cualquier historia, aquí se ríe de la supuesta “neutralidad periodística” para preguntarse sobre si es el reportero el que moldea a la noticia o si es esta la que condiciona el relato resultante. Sea como fuere, vuelve a quedar claro que este alucinante y muy sibarita juego con las formas no se conforma con quedarse en lo superficial. Porque La crónica francesa es efectivamente aparatosa (en el mejor de los sentidos), pero -por encima de esto- es agradecida (y mucho) con el factor humano que se manifiesta en cada uno de sus trucos. Es el corazón de la artesanía el que hacía vibrar al mejor equipo del mundo.