Si el mundo es una gran esfera tridimensional que contiene millones de personas en movimiento, el cine de Wes Anderson es la versión hiperbólica de una gran casa de muñecas donde viven y circulan miles de juguetes en el atrapante mundo del puro artificio. La crónica francesa podría ser definida, al menos para mis ojos, con cuatro palabras que describen su desmesura, una bella locura abrumadora.
Construida dentro del aparato del universo periodístico, creando publicaciones utópicas no menos rimbombantes en sus nombres que la forma del filme, el relato se dispara con un titular que abrirá el abanico de las diversas historias paralelas “Muerte de un editor – Fallece el alma mater de The French Dispacht, la revista confirma su cierre”.
Pero este suceso que se presenta como un final, es el inicio del gran homenaje que una serie de artistas crearán como homenaje y despedida del alma mater de esta alocada revista. Y esa será la última publicación, como la simbólica meta del objetivo final del filme.
Este relato audiovisual de Anderson es un tren bala a toda velocidad, las escenas mutan de una situación a otra, del color al blanco y negro, de un personaje a otro hilvanadas por una voz en off que dispara textos como una ametralladora. Información, ideas, reflexiones, descripciones, un desafío a la capacidad de atención del espectador.
Los personajes están encarnados por un reparto que excede el lujo de los lujos de un casting. No le importa a Anderson si Christoph Waltz solo aparece durante treinta segundos, lo que importa es el juego, las apariciones y desapariciones puestos en el cuerpo y en los rostros de estos actores impactantes. También es una demostración de recursos, de estar en el punto de su carrera donde lo que desea está al alcance de su mano.
La puesta en escena con sus encuadres simétricos, su cámara frontal y su escenografía y vestuario en estado de esplendor estético son piezas del mecanismo de este gran juego autoral. Robert Yeoman, el director de fotografía, se luce en su paleta de climas y texturas, en las secuencias a 4 colores o en las escenas monocromas llevando la estilización a un extremo formalista.
Otras piezas claves son la música original de Alexandre Desplat que construye un mundo sonoro recorriendo épocas y lugares, creando partituras como pequeñas piezas de joyería. De la mano a la imagen y la musicalidad del relato, la precisión vertiginosa del editor Andrew Weisblum exacerba la locura de este rompecabezas narrativo.
Todo es brillante y excesivo, entre teatral y puramente cinematográfico, bello y arrasador para la mirada del espectador, pero, al mismo tiempo ese poder irrefrenable de las formas se fagocita la historia al punto de diluir la capacidad de comprensión integral de la misma.
La audacia de Anderson y su narrativa coral y operística impactan inevitablemente, pero se extraña algo de su humor, de sus sutiles juegos vinculares y de las microhistorias que siempre ha tejido dentro de sus mismos relatos, como quien surce una telaraña que une al mundo de sus juguetes disparatados dentro su gigante casa de muñecas.