Desde un punto histórico y cultural, es probable que las películas de exorcismo sean la última manifestación popular de arte religioso cristiano. Más allá de que ante una ficción uno deja en suspenso la incredulidad, la premisa de esta clase de relatos es que existe un orden invisible en el que Dios y el diablo están en un combate perpetuo por las almas humanas y que la fe es un instrumento esencial de esa lucha.
Es cierto que también en las películas fantásticas funciona ese mecanismo de suspensión de la credulidad. Pero no hay en el mundo un equivalente al cristianismo que opere como institución en la guerra contra los dragones, por ejemplo. La Iglesia es una máquina de proyectar e imponer una visión de la verdad. En ese sentido, las historias de exorcismo siempre son propaganda religiosa (o antirreligiosa en los pocos casos en que optan por una explicación psicologista del fenómeno de la posesión diabólica).
Crucifixión está lejos de ser una buena película sobre el tema. Tiene demasiados errores básicos (por ejemplo: en una escena en que despierta tras un sueño erótico, la protagonista tiene la camisa abierta y se le ven los senos, pero al sentarse en la cama, la camisa aparece abotonada casi hasta el cuello). Sin embargo el énfasis que pone en su mensaje de fe hace que ese carácter propagandístico se vuelva más obvio, casi una prédica a través de las imágenes.
Una joven periodista (Sophie Cookson) viaja a Rumania para investigar el caso de una monja que murió en una sesión de exorcismo y por el cual un sacerdote y cuatro monjas están acusados de asesinato. En el lugar de los hechos (presentado casi como una aldea medieval con automóviles), se enfrenta a dos versiones clásicas de los hechos: 1) la muerta estaba loca y la asesinaron unos fanáticos. 2) la muerta estaba realmente poseída y murió porque el exorcismo no concluyó como debía.
Los errores de continuidad (algo increíble en el cine profesional del siglo 21) no son el único problema de Crucifixión como producto. El guion, que tan bien maneja los clichés del misterio en el largo planteo narrativo y que se las ingenia para introducir varios flashbacks sin alterar el ritmo creciente del suspenso, se cae a pedazos cuando llega a su punto de mayor dramatismo y se convierte en una especie de melodrama maniqueo. Ahí ya no hay suspensión de la incredulidad que valga.