La Culpa: Ese dedo acusador siempre está.
Este policial danés sorprende con su forma de ser narrado y la oscuridad de su único protagonista que lleva un llamado de emergencia a límites inimaginables.
Se podría pensar, a priori, que la película sería un thriller más del montón, pero el nivel de profundidad al que llega no es tan común en esta época. El policía Asger Holm, castigado, debe “salir de las calles” y dedicarse a atender el teléfono de la central de emergencias. Hasta que recibe un llamado de una mujer secuestrada.
El relato se circunscribe a esa oficina donde el policía en cuestión atiende llamados, sin mostrar una sola imagen de las otras personas implicadas en el hecho desgarrador que narra la historia, lo que supone una apuesta arriesgada por parte del director ya que corre el peligro de aburrir con su repetición de planos cortos. Sin apoyarse en imágenes, debe haber un excelente trabajo de guion para que se entienda lo que la película quiere contar, y sin embargo no resulta tedioso escuchar todo el tiempo la exposición de lo que acontece.
Protagonizada por Jakob Cedergren (“Sadie”, 2016), es casi exclusivamente el único rostro que se ve a lo largo de toda la película. En él se entiende todo lo que va transcurriendo, a partir de sus nervios, angustias, inseguridades y brotes de ira. El policía ejemplar (del que ya queda poco) que quiere jugar a ser héroe y no lo dejan, termina arrastrado al infierno de sus propias miserias. En una de esas conversaciones, él termina lavando sus propias culpas y confesando la atrocidad por la que en unas horas será llevado a juicio.
Claramente, las actuaciones fuera de campo son importantísimas para construir el relato. Esas voces al teléfono, desesperadas o desesperanzadas, dan un poco de calor a la frialdad de Cedergren. Así queda al desnudo la trama y la fascinación por el relato oral.
Saber que se trata de la ópera prima de Gustav Moller le otorga una impronta más arriesgada a la película. Sin hablar de un cine experimental, el director se presenta con, lo que pareciera, nuevos aires para este género. No es fácil crear una historia donde no se exhiba casi pornográficamente todo lo que tiene que ser contado.
Todo en este largometraje está medido a la perfección: el montaje, el dinamismo del guion, la pesadez del ambiente de la oficina, el hastío que sufre el protagonista, los silencios, la desesperación. Uno termina de verla y conoce datos que no vio, la furgoneta, el ladrillo, el cuarto con sangre, el departamento abandonado lleno de papeles tirados. Este voyeurismo se disfruta y mucho. Uno es juez y parte en esos llamados.
Entre actor y espacio único, puede parecer un poco rara para el espectador en busca de la dinámica habitual, pero “La culpa” quita el aliento durante sus 90 minutos con una tensión destacable. Sumerge al público en una experiencia inmersiva, donde se acorta la distancia entre pantalla y butaca, generando una especie de claustrofobia. En esta historia, todo lo que pareciera ser, no es. Y el espectador comprende lo que sucede, al mismo tiempo que lo hace el protagonista, lo que da una cuota extra de suspenso. Todo es una trampa. En la era de la inmediatez, se prejuzga y se condena, antes de tener algún dato preciso. Eso es lo que lleva a Holm a equivocarse tanto. Eso es lo que lleva al público a equivocarse con él.