Suspenso entre cuatro paredes
El director danés Gustav Möller propone un thriller minimalista en torno a un agente que trabaja como operador en el servicio de emergencias.
Contar una historia en espacios reducidos es siempre un desafío que puede tener orígenes muy distintos. En el cine argentino, por ejemplo, durante los últimos cuatro años han aumentado las películas realizadas en apenas tres, dos y hasta en una sola locación, como única forma de seguir filmando en tiempos críticos y con presupuestos de emergencia. Ahí el recurso lo impone la economía. Pero a veces la decisión de limitar el espacio físico en el que transcurrirá el relato se plantea como un reto que no tiene nada que ver con esa escasez, sino que se trata de un recurso narrativo y estético. Esto último es lo que ocurre en La culpa, debut cinematográfico del danés Gustav Möller, un thriller minimalista en torno a un policía que trabaja como operador en el servicio de emergencias telefónicas de Copenhague, equivalente al 911.
La historia transcurre en solo dos espacios, las dos salas donde los operadores reciben los pedidos de ayuda y desde donde informan al destacamento de cada zona, para que acudan a los lugares que demandan su intervención. Durante la primera media hora el protagonista, Asger, atenderá y hará distintos llamados que aportan información importante. Que lo acaba de dejar su pareja y que ese no es su puesto habitual, sino que está “castigado”, a la espera de que se resuelva un juicio que lo involucra y cuya audiencia final es al día siguiente. Es un momento sensible que él transita a disgusto, con enojo y respondiendo cada pedido de ayuda con fastidio. Hasta que atiende a una mujer que, simulando hablar con una hija chiquita, consigue hacerle saber que está siendo secuestrada por su ex marido.
A medida que el caso se complejiza y la situación se pone más tensa, el enojo de Asger se va convirtiendo en impotencia y angustia. La decisión de no abandonarlo nunca y de mantener al relato siempre encerrado dentro del mismo espacio físico convierte a La culpa en una experiencia cinematográfica que implica una inmersión emotiva. Por simple acción empática, la impotencia y la angustia del protagonista se contagian al espectador de modo automático. Y a medida que los giros del caso (que no son otra cosa que giros de guión sincronizados con la acción) van impactando en Asger, esa limitación espacial se convierte en una claustrofobia que se traslada a la platea. El dispositivo funciona y los premios del público que la película ha ganado en festivales de prestigio como Sundance, Tesalónica o Rotterdam confirman su eficacia.
La culpa parece basar su fórmula en la inversión de un patrón clásico del policial: el misterio del cuarto cerrado. En los relatos de su tipo, cuyo ejemplo emblemático es el cuento “Los crímenes de la calle Morgue” de Edgar Allan Poe, el investigador debe aclarar un crimen cometido en una habitación completamente cerrada por dentro. En este caso es al revés: es el investigador el quien se encuentra encerrado y se siente obligado a resolver a ciegas un crimen que está teniendo lugar afuera y lejos. Algo parecido a lo que hacía el Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares, quien resolvía misterios lejanos pero encerrado en la cárcel. Los cerrojos que Möller utiliza para convertir a la dependencia policial en un claustro hermético son simbólicos y tienen que ver con el título de su ópera prima.
Desde lo narrativo la película funciona como un mecanismo de precisión. Todos sus elementos trabajan de manera sincrónica, incluso cuando en algún momento puedan volverse algo predecibles. Bastante más complejo resulta el entramado ético sobre el cual se soporta el relato, pero incluso los dilemas que de ahí puedan surgir resultan funcionales en términos dramáticos. De este modo, La culpa vuelve a demostrar que no son necesarias ni toneladas de efectos especiales ni una montaña de dólares para hacer que el lenguaje del cine resulte complejo, dinámico y también entretenido.