A casi noventa años de que Jean Cocteau le diera un rol protagónico al teléfono en La voz humana, el danés Gustav Moller le da una vuelta de tuerca policial a la idea y se la apropia para crear un suspenso impensado. Porque La culpa, que también podría ser una obra de teatro, transcurre en dos ambientes de una aséptica central de llamadas de emergencia: lo único que vemos es a un policía atendiendo el teléfono, pero el contenido de los diálogos alcanza para ponernos los nervios de punta.
Algo así, pero a bordo de un auto, ensayó Steven Knight en la también angustiante Locke (2013). El mérito de Moller está en la eficacia de la realización: este atrapante relato nos hace viajar con la imaginación por Copenhague, siguiendo los pasos de una mujer que denuncia haber sido secuestrada por su marido. El hombre se la está llevando por la fuerza rumbo a un destino desconocido, presumiblemente fatal.
Si la irrupción de los celulares había sido un problema antes que una solución para los guionistas (¿cuántas películas transcurren a finales de los ’90 o principios del 2000 sólo para evitar que el whatsapp, las redes sociales y demás yerbas estropeen la historia?), Moller -también coautor del guión- pone a la tecnología de su lado y explota todo su potencial para agregarle angustia a su opera prima, que estuvo entre las películas extranjeras prenominadas a los Oscar y tendrá una remake hollywoodense.
Es notable el contraste entre la neutralidad de la oficina en la que se encuentra el policía -buen trabajo de Jakob Cedergren- y la intensidad de lo que ocurre en las calles. Los prejuicios, la empatía, la moralidad -hay una subtrama que quizá sea un tanto forzada- se ponen en juego sin que este oficial se levante de su silla. Y los espectadores tampoco.