En la última noche antes de su declaración en un caso policial, el oficial Asger atiende sucesivas llamadas de emergencia en una oficina de Copenhague. Su concentración se interrumpe en intempestivas ausencias, silencios que anuncian la tensión por la audiencia y su destino en la fuerza. En esa incómoda rutina, una llamada parece despertarlo: una mujer confusa y agitada le ofrece indicios de que ha sido secuestrada.
Confinada a los interiores de la central de emergencias, La culpa se pliega a las reacciones de Asger a medida que su inmersión en el caso se hace irrenunciable. Los planos se cierran, los cambios de encuadre condensan la opresión, el silencio invade la película como la inquietud que corta su respiración. Como estudio de personaje, sostenido en la actuación de Jakob Cedergren, la película es efectiva, administra con astucia la elasticidad del tiempo cinematográfico y encuentra los ángulos justos para hacernos detectives.
Sin embargo, cuando manipula los acontecimientos a partir de las voces telefónicas, el rumbo elegido por el director Gustav Möller se torna algo sermoneador. Las culpas y las dudas de su personaje son vitales para entender su mundo, pero se ven algo forzadas cuando de eso nace una lectura social definitiva. Es solo Asger, y su rostro demudado, quien mejor expresa los dilemas del detrás de cada decisión.