La soberbia de un gran cineasta
En su último filme de terror, el mejicano Guillermo del Toro lleva a un extremo su imaginación barroca y su gusto por lo sobrenatural.
Tan buenas y tan rentables películas hizo Guillermo del Toro desde Mimic hasta el presente (El espinazo del diablo, Hellboy, Titanes del Pacífico y un doble signo de admiración para El laberinto del fauno) que no necesita del permiso de nadie para compilar sus manías y obsesiones en una sola historia.
La perversa y a la vez maravillosa fantasía que caracteriza a todas sus obras –reconocibles casi cuadro por cuadro, algo que se puede decir de muy pocos cineastas masivos– supera en La cumbre escarlata esa marca del termómetro artístico que divide el talento del exhibicionismo.
Del Toro es un dios del cine, sin dudas, pero la condición para que un humano ejerza la divinidad tal vez radique en no ser demasiado consciente de esa grandeza. El peligro es precisamente lo que sucede en este caso: la soberbia. Tan ambiciosa, tan detallista, tan barroca es la imaginación del cineasta mejicano que parece enamorada de sí misma y el espejo donde se mira a cada momento refleja esa obvia autosatisfacción.
La cumbre escarlata se sitúa cronológicamente en la época ideal para un visionario: fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Es el momento en que las formas maquínicas de la revolución industrial aún conviven con la arquitectura victoriana y la afición romántica por los castillos y las ruinas.
Como buen guionista, Del Toro combina ese choque de imaginarios opuestos con otras fuerzas contrarias: la aristocracia inglesa y la burguesía industrial norteamericana, el amor puro y el amor perverso, y la dialéctica fundamental entre vida y muerte, con un agudo sentido de la corrupción y la transfiguración, simbolizadas por las mariposas, las libélulas y las polillas gigantes que en esta película aparecen por todas partes.
Así, la primera parte se desarrolla en una populosa Nueva York en plena construcción, y la segunda en una mansión escocesa aislada, con techos agujereados, pisos que se hunden y rodeada de máquinas para extraer arcilla.
La protagonista es una joven escritora neoyorquina, hija de un constructor (desarrollista, diríamos ahora), que se enamora de un noble británico venido a menos. El padre se opone a la relación, porque sospecha de las verdaderas intenciones de ese hombre seductor, refinado y arruinado que ha llegado a Nueva York acompañado por una hermana no menos misteriosa. Amor e interés, ese es el tema.
Pero lo que parece ser una historia libremente inspirada en una novela de Henry James -el escritor que retrató las relaciones ambiguas entre América y Europa a fines del siglo XIX– está desde el principio afectada por el sentido de lo sobrenatural de Del Toro (que no oculta ni relativiza a sus monstruos y sus fantasmas) y por un detallismo escenográfico que no deja nada que desear (imagino yo, ustedes admiren).
Un director contratado hubiera reducido el guión a los 90 minutos reglamentarios y hubiera eliminado varias escenas redundantes. La grandeza de Del Toro es no haberse conformado con hacer una buena de terror en minúsculas sino en intentar algo mayúsculo. El resultado debía ser soberbio pero fue soberbia.