Superflua demostración de poder.
Del Toro es un súper nerd. Porque aunque estemos en un momento en que todos son nerds y ya nadie lo es, algunos siguen desparramando nerdencia posta en base al laburo aplicado a sus manías y obsesiones; y para ponerle el pecho a las obsesiones hay que formarse y laburar. Y Del Toro es un enfermito, un workaholic que duerme cuatro horas por día mientras los vagos dormimos ocho; el nerd posta labura, no descansa nunca. Cinéfilo y bibliófilo de las vertientes góticas, arma acá un melodrama fantástico en sintonía con algunas superproducciones fastuosas del viejo clasicismo hollywoodense por un lado, y con el horror gótico y la vieja Hammer por otro. El acento -al menos en la segunda mitad- está puesto en una casa que es un personaje más, que sangra arcilla rojo fuego y respira por un techo destrozado. Una mansión fabulosa creada por otro cerebrito: Thomas E. Sanders; un tipo que ya la rompió con su trabajo en Corazón Valiente y en la genial Apocalypto, ambas del maestro Gibson, entre otras. Y Del Toro, como buen nerdo, es un fetichista de estas cosas, incluso muchas veces compra parte de los decorados y la utilería de sus propias películas. Tanto los decorados como la pilcha como los efectos, son tres puntos clave de esta trilogía fantástica que comenzó con El Espinazo del Diablo, y continuó a mediados del 2000 con El Laberinto del Fauno.
Dispara Hammer, dispara Bava, dispara Poe, hermoso todo, pero el gran problema de La Cumbre Escarlata es que Del Toro se queda sólo con los datos, con la colección de citas y la espectacularidad, relega fuerza narrativa en pos de su ingeniería visual, lo mismo que le sucedió a Tim Burton en muchas de sus películas posteriores a Ed Wood, su gran película menospreciada por ese séquito deforme de hinchas de este otro amante del melodrama gótico. La grandilocuencia barroca de los planos podría haber estado acompañada de una trama potente y profunda, como lo logró en El Laberinto del Fauno, otra obra grandota y de grandes pretensiones pensada en detalle desde la dirección de arte pero que no descuidaba sus aspectos narrativos y conseguía -a través de la trama- profundidad emocional y política, si es que pueden separarse. Y este es el problema central de La Cumbre Escarlata, su piel de oro que cubre un espíritu derruido como la perfecta y putrefacta mansión que construyó Sanders: debajo de la cáscara majestuosa sólo queda un esqueleto pelado como el de sus fantasmas, esos que son sólo una anécdota de una historia fantástica sólo para el marketing, espectros que por desgracia son sólo una manchita en este lienzo recargado.