Guillermo del Toro vuelve a impactar
El cineasta mexicano cierra con esta cinta una trilogía que traza sus líneas entre la poesía y el horror.
La poesía y el horror; el romance y la locura; la ternura, el enamoramiento absoluto y el espanto.
Entre los extremos pendula el relato que el mexicano Guillermo del Toro ofrece en La Cumbre Escarlata, la película que, según propias palabras, viene a completar una trilogía estética y estilística con sus títulos de 2001, El espinazo del Diablo, y 2006, El laberinto del Fauno.
Ubicadas durante la guerra civil española -éstas previas-; durante la cúspide de la revolución industrial inglesa -la nueva producción-, tienen en común la obsesión del director por los fantasmas -o los monstruos míticos en el caso del Fauno- como metáforas de un pasado irresuelto que ata a las almas a un espacio sin tiempos o a pesar de los tiempos, pero también de las pasiones humanas más vestiales y profundas.
El amor o la violencia como motor se conjugan en las tres historias. En el caso de este estreno, a través del contraste entre Edith Cushing, una joven escritoria, de pensamientos independientes, como sus pares Mary Shelley, las hermanas Brönte o tantas anónimas de la época victoriana y su entorno.
Hija de un burgués norteamericano, pretendida y admirada por jóvenes profesionales de clase media, ella revoluciona todo a su paso, con sus ideas y nuevas costumbres importadas.
Pero en su alma anida una inquietud por los fantasmas, en especial, el de su madre, quien a temprana edad le advirtió sobre los peligros de "la Cumbre Escarlata", a donde irá a parar junto con su marido, Sir Thomas Sharpe, un aristócrata inglés venido a menos, y su extraña hermana.
Aunque el guión resulta en gran parte previsible, a Del Toro cabe reconocerle sus dotes como narrador cinematográfico; un director que desmenuza y aprovecha del primero al último contraste de escenarios, colores, luces, sonidos, gestos, y gamas de las que dispone para darle al espectador una experiencia recomendable.