Cuando El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Proyect, 1999) -aquella hija noventosa de Holocausto Caníbal (Cannibal Holocaust, 1980)- logró desbordar las salas del mundo y recaudar 200 veces su presupuesto, se impuso como método dominante en el horror norteamericano el de generar proyectos poco costosos (siendo optimistas y si pensamos en la realización de una película fundamental como El Loco de la Motosierra, en ello se podía leer una vuelta a las raíces), generalmente enmarcados en el falso found footage, y con pocas aspiraciones no sólo en los aspectos formales sino, muchas veces, también en sus subtextos. Esta tendencia resultaba favorable para los directores independientes y con menos recursos, y un negocio redondo para los inversores, muchos de ellos partícipes del sistema de espectáculo hollywoodense. Recordemos el negoción de la Paramount con Actividad Paranormal (Paranormal Activity 2009) y la clonación de películas con el ímpetu del viejo exploitation carroñero pero sin su espíritu lúdico ni su gravedad marginal. Claro que las películas de horror con mayores aspiraciones -y mayores presupuestos- también tuvieron su espacio en los últimos veinte años. Entre las que lograron destacarse -al menos si pensamos en su popularidad- se encuentra La Llamada (The Ring, 2002), de Gore Verbinski, también director de la película que nos ocupa. Aquella remake formó parte de otra línea dominante de la década del 2000 en la que Estados Unidos utilizó a su star system para varias adaptaciones que formaron parte de la invasión del J-Horror de aquellos años. En los últimos tiempos, y ya algo lejos de aquellos booms, pareciera que el estilo de horror legitimado por críticos y espectadores es el que propone James Wan. Y, al igual que lo que sucedió en la década pasada, ese horror legitimado no propone sorpresas ni espíritu crítico.
Así las cosas, lo más interesante de La Cura Siniestra (A Cure for Wellness, 2017) es su condición de rareza; y no sólo por su surgimiento en un momento en que los estudios y los productores que bordean la industria apuestan por otro tipo de cine de horror, sino también por su ambición, por una pretensión epifánica que cae simpática por inusual, no sólo desde el texto sino también desde el trabajo minucioso en el armado y organización de los planos. Lockhart (Dane DeHann) es un empresario que debe viajar a los Alpes suizos y traer de vuelta al Ceo de la compañía -Pembroke (Harry Groener)-, quien está pasando por un momento de revelaciones durante la internación en una clínica donde, supuestamente, se consiguen resultados fabulosos para la salud. Lockhart recorrerá a su modo el camino de Pembroke hasta conseguir su propia revelación. Con esa premisa, Verbinski arremete contra el estilo de vida de la sociedad de consumo, como también contra los conceptos legitimados sobre la dicotomía buena salud/enfermedad, los valores de las instituciones médicas y el negocio farmacéutico, ironizando a su vez sobre las terapias alternativas y la tan actual dictadura de la vida sana; esto último queda plasmado en la cara de placer de Lockhart cuando le da una pitada a un cigarro robado o cuando se escapa de la clínica y se toma una cerveza. La jugada titánica de puesta en escena y de crítica social se articula a través de una historia pesadillesca con elementos de terror gótico, filmada en unas locaciones en las que el preciosismo buscado por el equipo de Verbinski tiene un asidero natural. En el camino se entrecruzan referencias al tanque de aislamiento de Estados Alterados (Altered State, 1980), del flashero Ken Russell, al ciclo Poe de Roger Corman, a ciertas atmósferas del horror gótico europeo de los sesenta, y a Los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978), de Kaufman. Un homenaje a la vieja escuela del horror y a ciertos placeres que los nuevos mercados pretenden desechar.