Una orgía de horror y locura
Cada tanto se estrenan películas como La cura siniestra, una feliz convulsión del mainstream norteamericano, una auténtica anomalía del Hollywood actual. No es habitual ver este tipo de productos, tanto por los géneros marginales que aborda como por su subyugante in crescendo hacia las cumbres siempre borrascosas de lo insano.
El filme que marca el regreso de Gore Verbinski al terror es, en el fondo, una comedia extravagante y corrosiva, una broma pesada de casi tres horas, un largo chiste mal intencionado. Por lo tanto, es una obligación celebrarla con el mismo desenfado con el que está hecha. La película derrocha perversión con facilidad y con felicidad. Tiene incontinencia de locura y es puro desborde psíquico y cinefilia clase B.
Gore Verbinski retoma el espíritu subversivo de las películas interpretadas por Vincent Price, donde todo estaba permitido y los comportamientos de los personajes estaban más allá de las buenas conductas, y lo enmarca en una especie de epifanía gótica ambientada en un misterioso centro de salud ubicado al pie de los Alpes suizos.
Verbinski mezcla al Martin Scorsese de La isla siniestra y al Guillermo del Toro de La cumbre escarlata y lo pasa por el filtro de Roger Corman, pero filmado con los planos ampulosos y grandilocuentes y perfectos del solemne Stanley Kubrick de El resplandor, lo que da como resultado una puesta en escena entre fría y hospitalaria, de dudosa asepsia. Lo que mejor la define es esa sonrisa malvada del personaje de Lockhart (interpretado por Dane DeHaan), la típica mueca burlona del que se salió con la suya.
La historia transcurre en un siniestro sanatorio que funciona como un spa para gente rica, en los Alpes, lo que le da la posibilidad de mostrar el paisaje imponente de las montañas con puntas nevadas. La trama se torna intrincada a medida que avanza. Pero una vez que se entra en su universo nadie quiere salir, como los mismos personajes.
El director de La Mexicana (2001), cuyo cine se caracteriza por la imperfección y la irregularidad, compone una desquiciada sinfonía en tono mayor, oscura, muy oscura, con momentos espanta-público y escenas repulsivas. Verbinski no le teme a los temas tabúes que tanto temen los productos de la fábrica de los sueños, porque sabe que más que sueños, Hollywood siempre fue la gran fábrica de las pesadillas.