Heroína de la tercera edad
El retrato de Margaret Thatcher que pone a Streep por decimoséptima vez ante las puertas del Oscar aborda a Lady T con la asumida intención de hacer a un lado la política. Pero esa decisión termina teniendo consecuencias... políticas.
¿Se puede ser apolítico al abordar una figura que dedicó su vida entera a la alta política, dejando en el mundo una huella que es como una herida? De la respuesta depende la evaluación entera que se haga de La dama de hierro, la película sobre Margaret Thatcher que pone a Meryl Streep por decimoséptima vez ante las puertas del Oscar. En verdad, ¿es realmente apolítica La dama de hierro, o los rechazos y adhesiones que la construcción de su figura central genera terminan siendo inevitablemente políticos? Quien la escribió, quien la dirigió y quien la interpretó reconocen haber abordado a Lady T con la asumida intención de hacer a un lado las políticas que aplicó, por dolorosas que éstas hayan sido. Si ese enfoque es legítimo o termina resultando manipulador, es lo que tal vez corresponda plantearse.
Como bien aclararon en más de una entrevista la realizadora Phyllida Lloyd (la misma de Mamma Mia!) y la guionista Abi Morgan (a quien la exitosa serie The Hour y la escandalosa película Shame dieron fama, de la noche a la mañana), La dama de hierro no es lo que se conoce como biopic o biografía fílmica. No sólo por desestimar la prolija narración de los hechos más salientes en la vida de la protagonista, sino por no atenerse siquiera a la progresión cronológica que ese formato reclama. La dama de hierro hace pie sobre una Thatcher para muchos desconocida: la octogenaria larga que hoy en día vive en estado de semiencierro vigilado, en su casa del centro de Londres. Elección que llevó a algún político tory a plantear alguna queja airada, por mostrar una dama de hierro inesperadamente soft. En la secuencia introductoria, una Maggie ajada, semiencorvada y empequeñecida visita un supermercadito londinense con una fragilidad que, tratándose de quien alguna vez dio la orden de hundir barcos enemigos, resulta impensada.
La octogenaria Maggie vive aislada, bajo la custodia de un ama de llaves y con la única compañía de su fiel marido Denis (Jim Broadbent le presta su aspecto más bonachón y juguetón). Bromista como un niño con cuerpo de un grande, Denis ayuda a Maggie a sobrellevar la vejez, el encierro, los estados de confusión mental. Que, pronto se verá, son algo más que eso. Hasta el punto de que Denis tal vez no esté allí. En el rostro acongojado de su hija Carol, que ha venido a visitar a mamá en su bunker (la hasta aquí desconocida Olivia Colman está justísima), el espectador empieza a sospechar que la señora está algo más que simplemente viejita. Aunque de a ratos parece recuperar el hierro perdido. Como cuando trata desaprensivamente a la sacrificada Carol, o cuando en visita al médico se queja de que la política contemporánea preste más atención a los sentimientos que a las ideas. Salta a la vista que pocas veces como ésta una estructura de flashbacks halló mayor justificación dramática. Los recuerdos, las alucinaciones incluso, son el lugar al que la anciana fuga, arrastrando al espectador con ella. De allí la estructura rapsódica, como “ida”, que la película adquiere.
Pero lo que hay que preguntarse es qué clase de Thatcher construye la tríada Lloyd-Morgan-Streep. ¿Una pobre ancianita, ninguneada por sus desagradecidos contemporáneos? ¿Una heroína romántica de la tercera edad, aferrada al recuerdo de los primeros bailes y salidas con el amado Denis? ¿Una protofeminista, arrollada por la marea machista de la Cámara de los Comunes pero haciendo el aguante, corajuda como ella sola? ¿La hija del almacenero, despreciada por los lores de nariz parada? ¿Una recién llegada, cuya chirriante desafinación da pie, durante las sesiones parlamentarias, a la burla de esos desalmados laboristas? ¿La que debe soportar la agresión y el patoteo de los manifestantes que reclaman por despidos laborales, movidos por vaya a saber qué oscuro interés sectario o partidista? ¿La que, llena de consideración por las vidas ajenas, lo piensa mil veces, antes de ordenar que hundan al Belgrano? ¿La mujer cuya falta de dobleces aprovechan los intrigantes de su partido, para sacársela de encima y condenarla a la soledad, el olvido y la demencia? Aquí y allá se muestra también algún que otro rasgo de soberbia, de maltrato o excesiva ambición. Pero lo hace con cuentagotas, como quien abre el paraguas ante el posible chaparrón crítico.
Asistida por un equipo de vestuaristas y peinadores que aseguran la máxima mímesis (para no hablar del notable trabajo de maquillaje, que la libra de todo posible efecto J. Edgar), Meryl Streep compone, con la autoridad de rigor, una Thatcher que se parece asombrosamente a la real. Aunque tal vez sea bastante más enfática, más sanguínea y emocional, en línea con la Maggie que la película parece empeñada en construir o inventar.