La hija del almacenero
Al igual que en “La caída” de Oliver Hirschbiegel, con la magistral interpretación de Hitler a cargo de Bruno Ganz (y salvando las distancias entre el Fürer y la Dama de Hierro), el filme de Phyllida Lloyd bajo guión de Abi Morgan logra darle carnadura humana a un controvertido personaje histórico sin ser concesivo, lo que genera una rara sensación.
Ni el monstruo que muchos esperan ver ni una idolatría por el personaje: el filme muestra el devenir de Margaret Thatcher (de soltera Roberts) desde que era una adolescente en el almacén de su padre (y de ahí a Oxford), sus primeras campañas políticas y su doble lucha por imponerse en un mundo de hombres y a la vez dejar de ser “la hija del almacenero”.
Y cómo esas luchas la fueron cambiando: desde la asunción de posiciones duras (ser implacable con los sindicatos, hundir el crucero General Belgrano fuera de la zona de exclusión de Malvinas) hasta el agravamiento de su voz en su campaña como primera ministra (un proceso de masculinización, como han dicho algunos).
De todos modos, lo inalterable fue la convicción de aquella muchachita, inspirada por su padre, en las ideas conservadoras, del orgullo de ser “una nación de comerciantes” (como dijo Napoleón), del esfuerzo personal de los que menos tienen como motor del ascenso social (viéndose a sí misma como ejemplo).
La guerra de Malvinas muestra en pleno a esta mujer, capaz de mandar un ejército a la guerra en plena crisis y luego escribir personalmente a las madres de los soldados muertos; tampoco oculta el relato cómo esa aventura salvó su gestión (junto con algún repunte económico de la era de las reaganomics).
Porque los 11 años y medio que duró su mandato estuvieron signados por huelgas, luchas por salarios y batallas contra impuestos que ella consideraba el precio del “privilegio” de vivir en Gran Bretaña.
Pureza visual
Desde el punto de vista de la narración, el filme es muy lucido: la historia está contada desde un presente de ancianidad; Denis Thatcher (su marido y sostén) ha muerto hace años, pero ella comienza a verlo y escucharlo. En medio de esa lucha contra la locura, una frase, una foto, disparan escenas que paulatinamente van armando el rompecabezas de su vida: su ascenso y caída (basados ambos en sus mismas características), la relación con su marido e hijos, con el subsecuente sacrificio personal.
Se destaca también una gran belleza visual, a través de una luminosa fotografía que enfatiza los desplazamientos temporales (la luz amarilla en los salones de los ‘50, por ejemplo) y una particular puesta de cámaras (el reflejo del Parlamento en el auto de la joven Margaret; las tomas de sus zapatos en su ingreso al mismo, y el mismo encuadre a su despedida de Downing Street).
Interpretaciones
Como las otras películas “británicas” oscarizadas (“La reina” y “El discurso del rey”) es antes que nada una película de actores. Con la estatuilla en la mano, parecería que no hay que explayarse en las virtudes de Meryl Streep, pero hay que destacar su descomunal trabajo, componiendo tanto a la viejecita en decadencia, con su andar pausado y su presencia algo ida (ayudada por un gran trabajo de caracterización de los también ganadores del Oscar Mark Coulier y J. Roy Helland) como a la temible y obstinada mandataria en la cumbre del poder.
Hay gran lucimiento de Jim Broadbent como el esposo divertido, algo alocado, casi siempre comprensivo y acompañante, que logró enamorar al corazón de hierro, a sabiendas de que no se casaba con una chica fácil de manejar (“no quiero morir lavando una taza de té”, será la respuesta de la chica a la propuesta matrimonial).
Por supuesto, esas escenas de juventud no podrían haberse realizado sin la gran labor de Alexandra Roach (más parecida a Margaret que la propia Streep) y Harry Lloyd, quienes se hicieron cargo de los primeros años de la pareja.
Entre los secundarios, se destacan Olivia Colman como Carol, la hija que debe lidiar con una madre anciana con alucinaciones; Iain Glen como Alfred Roberts, el padre que inspiró el ideario conservador de Thatcher; Nicholas Farrell como Airey Neave, el político que impulsó su carrera a la jefatura de Gobierno, asesinado por una facción del terrorismo irlandés; y Anthony Head (aquel Rupert Giles de “Buffy la Cazavampiros”) como Geoffrey Howe, uno de los principales laderos de la primera ministra.
Carne de historia
Un párrafo de la Thatcher anciana la pinta de cuerpo entero: “Cuida tus pensamientos porque se convierten en palabras. Cuida tus palabras porque se convierten en acciones. Cuida tus acciones porque se convierten en... hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convierten en tu carácter. ¡Y cuidado con tu carácter, porque se convierte en tu destino! Aquello que pensamos es en lo que nos convertimos”.
Y de eso trata esta película: de una muchachita de Grantham llena de convicciones sobre qué había que hacer con su país, dispuesta a imponerlas sin importar el coste; de una mujer dispuesta a ocupar un lugar que se le venía negando a su género, también sin medir consecuencias. Así son, con sus luces y sus sombras, las personalidades que hacen marchar el rumbo de la historia.